“Aquesto dixo el ebrio una vegada, aquesto dixo con su voz cansada, aquesto dixo por la madrugada. Yo dello non sé nada”. León de Greiff
Gestores y Actores Culturales de Bogotá
Portafolio
jueves, 6 de noviembre de 2025
sábado, 13 de septiembre de 2025
El galerón llanero, patrimonio cultural de la humanidad
En buena hora Unesco declaró los cantos de vaquería de los llanos de Venezuela y Colombia como patrimonio inmaterial de la humanidad. El galerón llanero, que recoge en hermosos versos las rimas consonantes que terminan con la sílaba “ao” tiene, como afirmaba el maestro Guillermo Abadía Morales, la función de arrullar al ganado mientras es conducido por los vaqueros a través de las extensas llanuras cruzadas por el Arauca, el Meta y el Orinoco, que no son ríos Venezolanos ni Colombianos sino llaneros. Porque la frontera en esa inmensidad es una convención inexistente. Es una seguidilla de puntos y rayas en la abstracción de un mapa, innecesaria por demás para los bravos vaqueros que arrean ganado a uno y otro lado sin importar su nacionalidad.
que me tenía contratao:
écheme ese toro ajuera
del espinazo bragao
hijo de la vaca mora
y el toro rabipelao
pa sacarle aquí una suerte
con esta señora al lao.
Al animal me le abrí
con el trapo desdoblao;
le saqué cuarenta lances
y lo dejé arrodillao (...)
Y el mayordomo me dijo:
la luna chorriando sangre
y el mundo todo trocao:
las nubes echando chispas,
los cerros envolcanaos,
las lagunas de parriba
y los ríos evaporaos,
los astros todos regüeltos
y el mesmo Dios asustao
jueves, 4 de septiembre de 2025
Patescaut, fanzine irreverente, artístico y cultural
sábado, 25 de enero de 2025
Por: H. Darío Gómez A.
Ya sea en el Níger que atraviesa Guinea, o en el Congo que encuentra el océano Atlántico al occidente de África, de donde partió para enriquecer nuestra América con su simiente, el negro siempre le ha cantado río. Parece que intuyera con Hesíodo, que para atravesar sus aguas hay que dirigirle una plegaria “con los ojos fijos en sus espléndidas corrientes”, para obtener su generosidad y benevolencia, pero también para aplacar su ira. Y así le canta el negro a los ríos de América, desde Mississippi, pasando por el Caribe, hasta el Paraná, en el sur del continente.
Siempre me llamó la atención, al leer poesía negra (¡ay! las clasificaciones), la íntima relación del poeta con el río. Para confirmar lo dicho, me remito a una prueba lírica, esta del norteamericano Langston Hughes:
El negro habla de los ríos.
“Yo he conocido ríos: he conocido ríos tan antiguos como el mundo
y más viejos que el flujo de la sangre humana en las venas humanas.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos.
Me bañé en el Eufrates cuando eran jóvenes los amaneceres.
Construí mi cabaña cerca del Congo, y el río arrulló mi sueño.
Miré el Nilo y levanté mis pirámides sobre él.
Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a Nueva Orleans,
y he visto su seno enlodado, volverse todo oro en el crepúsculo.
He conocido ríos: ríos antiguos, oscuros.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos”.
El poeta tiene una memoria atávica que evoca los ríos africanos así esté en Luisiana, Georgia o Alabama. Pero el río arrastra en su corriente todo el bien y todo el mal: la vida y la muerte. Así lo recuerda el poeta cubano Nicolás Guillén en su elegía a Emmett Till, un niño negro de 14 años raptado por un grupo de blancos armados, cuyo cuerpo mutilado fue botado al río Mississippi:
“En Norteamérica, la Rosa de los Vientos tiene el pétalo sur rojo de sangre.
El Mississippi pasa ¡oh viejo río hermano de los negros!
con las venas abiertas en el agua, el Mississippi cuando pasa.
Suspira su ancho pecho y en su guitarra bárbara,
el Mississippi cuando pasa llora con duras lágrimas”.
No puede uno menos de evocar con tristeza la sangre inocente que ha corrido por nuestro río Cauca, en Colombia. El río es, pues, confidente, recoge las lágrimas pero también la rabia del poeta que denuncia la esclavitud, el despojo, en fin, la injusticia. Y continúa Nicolás Guillén:
“Pero yo sé que el Plata,
pero yo sé que el Amazonas baña;
pero yo sé que el Mississippi,
pero yo sé que el Magdalena baña;
yo sé que el Almendares,
pero yo sé que el San Lorenzo baña;
yo sé que el Orinoco,
pero yo sé que bañan
tierras de amargo limo donde mi voz florece (…)
y lentos bosques presos en sangrientas raíces.
¡Bebo en tu copa, América,
en tu boca de estaño,
anchos ríos de lágrimas!”
El poeta nacional de las negritudes, Candelario Obeso, ya en el siglo antepasado cantaba con la voz del “Boga ausente” ese desasosiego del pescador que rema sin esperanza.
“¡Qué trijte que ejtá la noche!
¡La noche qué trijte ejtá!
No hay en er cielo un ejteya... ¡Remá, remá!
¡Qué ejcura que ejtá la noche!
¡La noche que ejcura ejtá!
Asina ejcura ej la ausencia... ¡Bogá, bogá!”
Y asimismo, el poeta Agostinho Neto, nacido en Angola hace un siglo, denuncia la esclavitud inveterada en “El llanto de África:
“El llanto de siglos creado en la esclavitud (…)
El llanto de África es un síntoma
En las corrientes de los ríos
o en el sosiego de los lagos (…)”
Como sea, el río es, a manera de cordón umbilical, el lazo que une al poeta con su origen. Si se sabe escuchar, se puede identificar en la corriente el llamado atávico de la selva en su belleza exuberante o acaso en su terrible crueldad.
viernes, 20 de enero de 2023
Apósitos de ternura (II)
Por: H. Darío Gómez A.
Una señora, vecina de mi vereda, pasa todos los días bajo una acacia roja ubicada al lado del camino, y se queda un rato bajo su sombra para esperar que las vainas que cuelgan de sus ramas generosas revienten para recoger las semillas, semejantes a monedas vegetales, con la esperanza de sembrarlas para que un día germinen las plántulas de futuros árboles que cubrirán de flores furiosamente rojas su jardín durante el verano. Quizá no le alcance la vida para ver el milagro, pero la ilusión es lo que cuenta.
Una amiga comunicadora social, por buen nombre Carolina, hace registros fotográficos de los objetos más pequeños, humildes y aparentemente anodinos durante sus caminatas diarias con Ramón, su perro con nombre de paisano. Su ojo avizor no deja escapar nada oculto a los ojos de los demás mortales: un capuchón de uchuva, una moneda de cincuenta pesos sobre la acera que alguien perdió y acaso le faltó para completar el pasaje del bus, o la llave extraviada en el antejardín por algún inquilino que se quedó por fuera de su habitación, en fin, una diminuta mariquita o el primer plano de las gotas de agua que agonizan en la hierba del amanecer soleado. Su mirada es como la de un rabdomante de las cosas pequeñas que, dejándose guiar por el solo instrumento de su sensibilidad, sabe detectar la belleza que cunde en el entorno invisible para la mayoría. Las hermosas imágenes que nos propone Carolina nos recuerdan que la fotografía es, como dice Susan Sontag, un modo de mirar, no la mirada misma; es decir, una mirada con sensibilidad.
Así como el emprendedor optimista se dice a sí mismo que “la plata está ahí y es cosa de salir a buscarla”, podemos decir que la belleza está ahí y toca estar con los sentidos bien dispuestos para encontrarla. Cosa de todos los días.
lunes, 28 de noviembre de 2022
domingo, 27 de noviembre de 2022
jueves, 29 de septiembre de 2022
En el culebrón de la reforma a la salud, como en cualquier telenovela turca, hay un incomprendido: el modelo
miércoles, 21 de septiembre de 2022
La contribución que se paga al ADRES-ECAT con el SOAT es inequitativa, injusta y en algunos casos confiscatoria
Por H. Darío Gómez A.
El SOAT fue concebido hace 36 años (ley 33 de 1986) con el fin de garantizar, entre otros aspectos, la atención médica y hospitalaria de las víctimas de accidentes de tránsito. Con la expedición de la ley 100 de 1993 (Sistema General de Seguridad Social en Salud), se creó una contribución equivalente al 50% del valor de la prima del SOAT para nutrir la subcuenta ECAT (eventos catastróficos y accidentes de tránsito), que hoy administra el banco de la salud (ADRES), destinada principalmente a garantizar el pago de la atención médica y hospitalaria de las víctimas de accidentes de tránsito ocasionados por vehículos fantasmas y evasores del SOAT. La contribución de marras es recaudada, en virtud de la ley, a través del pago del SOAT, de manera que las aseguradoras autorizadas para expedir este seguro deben entregar dichos recursos al ADRES, pues claramente no les pertenecen toda vez que se trata de una contribución parafiscal que no tiene nada que ver (por su destinación) con la prima que reciben para asumir el riesgo.
Siendo así las cosas, el usuario obligado a adquirir el SOAT paga, por una parte, una prima de seguro atada al nivel de riesgo que asume la aseguradora por el modelo (a mayor vetustez mayor riesgo), cilindraje, uso (servicio público o no), clase, tonelaje, etc, del automotor, lo cual es apenas lógico. A mayor riesgo asumido por la aseguradora, mayor será la prima. Y por otra parte, el usuario está obligado a pagar una contribución a la subcuenta ECAT del ADRES para financiar (principalmente pero sin limitarse a ellos) los gastos médicos y hospitalarios de las víctimas de los vehículos fantasmas y evasores, como quedó dicho más arriba. Sin embargo, a mi juicio el valor de esta contribución parafiscal no guarda los principios de equidad y justicia tributaria, ya que su valor está calculado en función de un porcentaje (50%) de la prima de riesgo, la cual (prima) ya ha sido pagada por el asegurado de acuerdo a su nivel, mas no al valor del vehículo asegurado, de manera que así, por ejemplo, el dueño de un automóvil antiguo (que paga una prima alta de riesgo) cuyo valor comercial es muy pequeño, paga por contribución parafiscal hasta tres veces más de lo que paga el dueño de un automóvil nuevo y caro. Como el tema no es de fácil comprensión, intentaré explicarlo con dos casos prácticos de vecinos de mi vereda extraviada en los campos de Boyacá:
Don Jacinto tiene un campero Nissan Patrol modelo 1979, del cual deriva el sustento llevando su cosecha de papa hasta la cabecera municipal. La prima de seguro le vale $689.700, suma razonable por tratarse de un campero viejo de mayor riesgo, vaya y pase. Pero la contribución al ADRES le vale $358.600 (o sea, el 50% de la prima), que para él resulta impagable por un vehículo cuyo valor comercial no pasa los $2.500.000, como quien dice una tasa del 14.34% sobre el valor del vehículo.
El Dr. Peña acaba de comprar un Mazda MX-5 último modelo que le costó la friolera de $163.100.000. La prima de seguro le cuesta $294.100, sin embargo paga una contribución de apenas $152.900, menos de la mitad de lo que paga don Jacinto, es decir, una tasa del 0.094% sobre el valor del vehículo.
Tengo la certidumbre casi aritmética de que no hay equidad tributaria en la contribución a la subcuenta ECAT del ADRES. Don Jacinto no tendría que pagar más que el Dr. Peña para financiar a terceros evasores o vehículos fantasmas que no son de su responsabilidad, pues él ya pagó más que otros por su riesgo agravado lo que manda la ley. En la práctica, esa contribución tasada injustamente sobre el 50% de la prima hace que la compra del SOAT sea impagable y confiscatoria de su vehículo (prácticamente la tercera parte de su valor en el ejemplo), y constituye un incentivo perverso que propicia la evasión.
A decir verdad, para honrar los principios de equidad y justicia tributaria, considero que la contribución de marras se debería tasar “ad valorem”, esto es, sobre el valor declarado del vehículo asegurado para efectos del impuesto de rodamiento. El que tiene más que aporte más al ECAT, por simple y llana solidaridad y para honrar ese principio de la Seguridad Social que reza: "de cada quién según su capacidad para cada quién según su necesidad". Ojalá estas consideraciones de un ciudadano perdido en los campos de Boyacá sean tenidas en en cuenta en un proyecto de ley de reforma al SOAT, tal y como se previó en la ley 2161 de 2021 un descuento en la prima del SOAT por buena siniestralidad (no reclamación). Vale.
martes, 13 de septiembre de 2022
Florilegio de vidas
Por: H. Darío Gómez A.
En una notaría del centro de Bogotá hay unos anaqueles donde se coleccionan, en libros de pliego tamaño oficio, las vidas de las personas nacidas hace más de cuarenta años. En cada folio, escrito a mano con caligrafía Palmer, se refleja la situación jurídica del individuo frente a la familia y la sociedad. El registro civil de nacimiento es el primer acto jurídico de la persona y el que determina su existencia legal, pero también su destino. Sin él, no somos nada, como dice el poeta.
Quizá por tacañería o resistencia al cambio tecnológico, el notario en cuestión no ha querido sistematizar el Registro Civil de las personas mayores, de modo que se ve obligado a destinar el primer piso de su despacho a la guarda del padrón. Alineados en largos anaqueles (creo haberlo dicho) hay centenares de libros forrados en cuerina verde, en cuyo lomo de color rojo se destacan en letras doradas el año, el mes y el número correspondiente.
Uno tiene la impresión de que cada libro consultado es un álbum con las biografías de seres humanos que fueron por ventura empadronados en el mismo rango de tiempo, hagan de cuenta, en mi caso, la selección de las almas registradas en el mes de marzo de 1961. Como si una suerte de coleccionista, a la manera del personaje de Saramago (en su libro ”Todos los nombres”), se dedicara a coleccionar nuestras vidas. Para buscar mi registro debo hojear todo el libro, y al intentar descifrar los nombres manuscritos, no puedo menos que leer otras vidas aun a riesgo de sentirme intruso en sus existencias. Aquí una mujer nacida en la Clínica Palermo en 1961 que contrajo nupcias en 1982 (de acuerdo a un escrito a máquina pegado al margen), y se divorció en 1998, según obra en sentencia de un juzgado que ordena la inscripción en el registro; allí un hombre que nació en 1959 en el Hospital de la Samaritana, reconocido por su padre hasta 1975; más allá otra mujer nacida en 1960 en el Hospital Militar, que cambió su nombre en 1981 por otro menos lindo que el original, en fin, aquel otro que nació y murió en 1961, todo ello escrito posteriormente sobre cada folio en notas marginales, como en un palimpsesto que corrige las decisiones y los avatares de la vida. Tantas historias comprimidas en un libro que es el trasunto de una generación de personas que acaso nunca se hayan cruzado en la calle y sin embargo comparten un espacio en el libro guardian de sus exsistencias.
Tiene razón el poeta Edmond Jabès cuando afirma que lo que no es nombrado no existe. Y no me refiero sólo a la existencia legal, sino a la reafirmación de nuestro nombre para sabernos vivos. Con todo, a nosotros nos queda con los demás mortales que realizan sus trámites burocráticos, solicitar el registro civil de nacimiento para demostrarle a la administración pública quienes somos en este valle de lágrimas.
viernes, 3 de septiembre de 2021
Diatriba contra los ciclistas aficionados.
Por: H. Darío Gómez A.
martes, 29 de diciembre de 2020
El negro le canta al río
Por: H. Darío Gómez A.
Ya sea en el Níger que atraviesa Guinea, o en el Congo que encuentra el océano Atlántico al occidente del África de donde partió para enriquecer nuestra América con su simiente, el negro siempre le ha cantado río. Parece que intuyera con Hesíodo, que para atravesar sus aguas hay que dirigirle una plegaria “con los ojos fijos en sus espléndidas corrientes” para obtener su generosidad y benevolencia, pero también para aplacar su ira. Y así le canta el negro a los ríos de América desde el Mississippi, pasando por el Caribe, hasta el Paraná, en el sur del continente.
Al leer poesía negra (¡ay! las clasificaciones), siempre he admirado la íntima relación del poeta con el río. Para confirmar lo dicho, me remito a una prueba lírica en la voz del norteamericano Langston Hughes:
El negro habla de los ríos.
“Yo he conocido ríos: he conocido ríos tan antiguos como el mundo
y más viejos que el flujo de la sangre humana en las venas humanas.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos.
Me bañé en el Eufrates cuando eran jóvenes los amaneceres.
Construí mi cabaña cerca del Congo, y el río arrulló mi sueño.
Miré el Nilo y levanté mis pirámides sobre él.
Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a Nueva Orleans,
y he visto su seno enlodado, volverse todo oro en el crepúsculo.
He conocido ríos: ríos antiguos, oscuros.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos”.
El poeta tiene una memoria atávica que evoca los ríos africanos así esté en Luisiana, Georgia o Alabama. Pero el río arrastra en su corriente todo el bien y todo el mal: la vida y la muerte. Así lo recuerda el poeta cubano Nicolás Guillén en su elegía a Emmett Till, un niño negro de 14 años raptado por un grupo de blancos armados, cuyo cuerpo mutilado fue botado al río Mississippi:
“En Norteamérica, la Rosa de los Vientos tiene el pétalo sur rojo de sangre.
El Mississippi pasa ¡oh viejo río hermano de los negros!
con las venas abiertas en el agua, el Mississippi cuando pasa.
Suspira su ancho pecho y en su guitarra bárbara,
el Mississippi cuando pasa llora con duras lágrimas”.
No puede uno menos de evocar con tristeza la sangre inocente que ha corrido por nuestro río Cauca, en Colombia. El río es, pues, confidente, recoge las lágrimas pero también la rabia del poeta que denuncia la esclavitud, el despojo, en fin, la injusticia. Y continúa Nicolás Guillén:
“Pero yo sé que el Plata,
pero yo sé que el Amazonas baña;
pero yo sé que el Mississippi,
pero yo sé que el Magdalena baña;
yo sé que el Almendares,
pero yo sé que el San Lorenzo baña;
yo sé que el Orinoco,
pero yo sé que bañan
tierras de amargo limo donde mi voz florece (…)
y lentos bosques presos en sangrientas raíces.
¡Bebo en tu copa, América,
en tu boca de estaño,
anchos ríos de lágrimas!”
El poeta nacional de las negritudes, Candelario Obeso, ya en el siglo antepasado cantaba con la voz del “Boga ausente” ese desasosiego del pescador que rema sin esperanza.
“¡Qué trijte que ejtá la noche!
¡La noche qué trijte ejtá!
No hay en er cielo un ejteya... ¡Remá, remá!
¡Qué ejcura que ejtá la noche!
¡La noche que ejcura ejtá!
Asina ejcura ej la ausencia... ¡Bogá, bogá!”
Y asimismo, el poeta Agostinho Neto, nacido en Angola hace un siglo, denuncia la esclavitud inveterada en “El llanto de África:
“El llanto de siglos creado en la esclavitud (…)
El llanto de África es un síntoma
En las corrientes de los ríos
o en el sosiego de los lagos (…)”
Como sea, el río es, a manera de cordón umbilical, el lazo que une al poeta con su origen. Si se sabe escuchar, se puede identificar en la corriente el llamado atávico de la selva en su belleza exuberante o acaso en su terrible crueldad.
sábado, 26 de septiembre de 2020
El desamor en tiempo de bolero
(Cafetín Mercantil, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.)
Por: Héctor Darío Gómez Ahumada
¿Qué es el desamor?, pregunta el despechado. Y el corazón responde: separación, desengaño, añoranza. Sea como fuere, lo cierto es que el amor ido es, acaso, la forma más triste del desamor, pues implica necesariamente una pérdida. Los amantes de la música romántica saben de sobra que esa cosa hermosa, inmisericorde, resistente al análisis y a la clasificación, en ocasiones tempestuosa, esquiva a veces, en fin, el amor, es el leitmotiv del bolero. Pero también lo es su ausencia. Quizá por eso la frase del psicoanalista J. Lacan, según la cual “amar es dar lo que no se tiene…”, más que una explicación de la neurosis causada por la arcadia perdida suena a letra de bolero, si se me permite la banalización. Y es precisamente desde esa perspectiva, exenta de erudición, que el cronista abordará el desamor, aprovechando que el bolero es universal.
La pérdida en el juego del amor.
En el amor, como en el juego, hay un componente de azar. De manera que debemos jugar lealmente, con la camisa del corazón remangada, sin cartas escondidas, y estar dispuestos a pagar la apuesta en el momento de perder. De esta laya es el jugador que nos presenta el compositor puertorriqueño, Pedro Flores, en sus “Fichas negras”, pese a que su contrincante en el amor no juega con la misma lealtad:
“Yo te perdí Como pierde aquel buen jugador
Que la suerte reversa marcó Su destino fatal.
Ya yo jugué Con mis cartas abiertas al amor (…)
Pero en cambio tu Me jugaste fichas sin valor(…)”
Y si el amor es un juego, el buen jugador será asimismo buen pagador, como lo ratifica Pedro Flores en “Amor perdido”:
“Todo fue un juego, Nomás que en la apuesta, yo puse y perdí (…),
Esa es mi suerte y pago, porque soy, buen jugador(…)”
La pérdida del amor pagado.
No se puede perder lo que nunca se tuvo o lo fue a título precario, a cambio de un beneficio económico. Estos “amores” pagados florecen en los cafetines frecuentados por marginados, por almas solitarias en pos de un amor a destajo, como el de aquella mujer de cabaret cantada por Chelo Silva:
“Yo soy de cabaret esa es mi vida
En mí que puede haber si no hay amor(…)
Por ser del fango (…)”
Al escuchar estos boleros de amor pagado, en cuyas letras se trata a la mujer como mercancía, no puede uno menos de contrariarse por su índole patriarcal. El amor se convierte en un objeto de cambio como lo pone de presente Blanca Rosa Gil al cantar: “dime tu precio, cuánto vale mirar tus ojos y darte un beso, que estoy dispuesto a pagarlo con mi vida si es preciso”. O cuando Ricardo Fuentes, el romántico de Tocaima, pregunta: “cuánto te debo por ese amor aventurero que me has dado, por tu comedia de cariño calculado…, cuánto te debo por las miradas de ternura que me diste…”. Parece que creyera con el cantor aguadeño, Pedro Nel Isaza, que “ese amor de cabaret se paga con dinero”. O pongamos por caso el cariño de cabaretera descrito por Tito Mendoza en “Luces de Nueva York”, “donde te encontré bailando, vendiendo tu amor al mejor postor”. No obstante, es Agustín Lara quien logra transmitirnos la crudeza de ese amor transaccional en su bolero “Aventurera”:
“Vende caro tu amor, aventurera
Da el precio del dolor, a tu pasado
Y aquel, que de tu boca, la miel quiera
Que pague con brillantes tu pecado (..)”
Y a decir verdad, el compositor cubano Manuel Corona no se queda atrás en sus habilidad negociadora en la bolsa de valores del corazón, como lo demuestra en su bolero “Falsaria”:
“Conque te vendes, ¡eh! Noticia grata,
No por eso te odio ni te desprecio;
Aunque tengo poco oro y poca plata,
En materia de compras soy un necio;
Espero a que te pongas más barata,
Sé que algún día bajarás de precio”.
La pérdida cuando se acaba el amor.
Pero nada hay definitivo, y hasta el amor se acaba, según cantó José José. De modo que cuando empieza a languidecer, puede decirse que comienza el desamor. Esa erosión del sentimiento es el epítome del desamor, pues implica que alguna vez hubo amor de verdad, sin artificios, sin apuestas, sin pagos al portador. Quizá por ello es más triste su fin. Sin pretender afirmar con Sócrates, que “el amor más acalorado, tiene el fin más frío”, me inclino a pensar que los amores sanguíneos son más proclives al desamor, toda vez que requieren mantener el motor encendido en altas revoluciones para darle estabilidad al vuelo y no entrar en barrena.
En cualquier caso, parece seguro que la mujer es más leal frente al desamor. Más valiente y directa al encararlo. En tal sentido, la compositora mexicana Consuelo Velázquez nos da una muestra de su franqueza:
“Perdona mi franqueza que tal vez juzgues descaro,
Yo sé que voy a herirte por decirte lo que siento.
Espero que comprendas que es mejor que hablemos claro,
Debemos separarnos porque amor ya no te tengo”.
Tengo la impresión de que el hombre asume una posición más nihilista frente al desamor, lo acepta como un destino inexorable. Suele afirmarse que somos más fuertes que las mujeres para aceptar el fracaso amoroso. Ciertamente no. Y así lo suelta al desgaire el compositor cubano Orlando de la Rosa. Sin embargo, en la voz del cartagenero Bob Toledo, cuya vida fue tormentosa y con trágico final, el bolero adquiere tintes dramáticos:
“No vale la pena,
Sufrir en la vida si todo se acaba,
Si todo se va; tanto sufrimiento,
Tantas decepciones,
No vale la pena tanto padecer. (…)
Después que toda mi esperanza la cifré en tu amor”.
Total, “si me hubieras querido, ya me hubiera olvidado, de tu querer”. No lo digo yo, lo dijo Ricardo García Perdomo, otro gran compositor cubano, como corresponde. Y eso es todo lo que tenía que decir acerca del desamor.










