Ayer caí en una alcantarilla. Era cuestión de tiempo. “Cosa de esperarse en cualquier momento”, me dijo mi adorada Inés Elvira con ese fatalismo dramático de los que tienen la razón. “Como si te hiciera falta caminar del timbo al tambo teniendo el carro guardado en la casa”, me reprochó remachando el clavo cuando le narré el incidente. De nada valió mostrarle la rodilla raspada, el pantalón de buen paño echado a perder y la dignidad, literalmente, revolcada por el piso. “Bien hecho, para que aprendas a no andar por ahí caminando distraído como un zombi”, sentenció doña Inés sin conmiseración. Digo mal. Si la tuvo después del regaño.
Pero resulta que caminar es mi única fuente de inspiración, mi forma particular (y barata) de catarsis. Como sea, lo cierto es que un peatón siempre está expuesto a los riesgos inherentes a su condición pedestre: atraco, alcantarilla abierta, abono orgánico de origen animal, aire contaminado, agua lluvia (¿ácida?), atropellamiento por cuenta de bicicleta, moto, carro, bus o camión (y conste que sólo se anotan los riesgos comenzados por la letra a), qué sé yo. Las aceras bogotanas, producto de nuestra desarticulada arquitectura urbana, son verdaderas pistas de obstáculos donde el peatón se enfrenta a desniveles, salientes, gradas, alcantarillas mal tapadas, bolardos, adoquines sueltos (que lanzan chisguetes de barro), en fin, trampas que pueden llegar a ser mortales para los ciudadanos, que, como este que les escribe, circulan de buena fe por la calle. Así pues, cuando se transita por las orillas enlosadas de la vía pública, uno siente como si estuviera subiendo y bajando sin rumbo por las escaleras imposibles de un grabado de M.C. Escher.
Por otra parte, el encanto de caminar en la ciudad compensa con largueza los riesgos referidos. Como en el cuento de las escaleras para subir de espaldas (el de Cortázar), hay cosas que sólo se dejan ver de los que viajan a pie. Hay portentos que no se pueden ver desde el vidrio panorámico del automóvil o la ventanilla del autobús. Hay satisfacciones, como la de poderles contar estas bobadas, que sólo se obtienen merced a la impenitente costumbre de andar a pie. Con frecuencia me detengo frente a los horrorosos edificios-vitrina de los “Gym-spa” para observar el mito de Sísifo que se materializa en las muchachas que caminan de prisa sobre una banda sinfín que no les permite avanzar por más esfuerzo que hagan. Pobres. Ellas, a su vez, me miran a través de la vitrina y piensan que soy miserable por estar afuera aguantando frío y respirando el esmog. Pobre (dirán). Alguna vez me regalaron un bono por un mes de gimnasio que no quise utilizar por la razón inapelable de la claustrofobia. Nada que hacer. Soy un hombre de la calle.
De modo que seguiré siendo peatón a pesar de los riesgos derivados de la locomoción en dos patas, por lo menos hasta que el uso de caminar sea proscrito, mal visto e incluso sancionado por la ley penal, ya no digamos por los riesgos físicos antedichos, sino por los metafísicos que prefiguró en 1951 para el (no muy lejano) año 2052 Ray Bradbury en su inquietante cuento “el peatón”.
¡OTRA VOZ!
-Algún día arreglarán las aceras.
Afirma doña Inés con optimismo desinflado.
Afirma doña Inés con optimismo desinflado.
-Eso será por las calendas griegas.
Respondo yo.
Respondo yo.
O sea, nunca.
(créditos foto: "The hage" MC Escher, foto de Catherinesw, www.flickr.com)
(créditos foto: "The hage" MC Escher, foto de Catherinesw, www.flickr.com)