Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

sábado, 27 de julio de 2019

130 años de "La Edad de Oro"

 (Foto de H. Darío Gómez A.)
Por H. Darío Gómez A.
Este mes se cumplen 130 años de la primera edición de “La Edad de Oro”, quizá la primera revista infantil de América Latina. Su redactor, Don José Martí, la fundó en julio de 1889 durante su exilio en Nueva York. Martí, hombre de ideas libertarias y pensador extraordinario, autor de ensayos políticos que influyeron en la independencia de su patria (Cuba), tuvo, sin embargo, tiempo para  escribirles a los  niños. Demostró con sus buenas letras, para beneplácito de Montaigne, que el ensayo también es un género literario y por qué no, una forma amena de relatar la ciencia, la cultura y las antigüedades.

Solo un hombre excepcional como él pudo entretejer su actividad revolucionaria con la aventura de hacer llegar su prosa exquisita a la infancia de un continente en formación. Supo trabajar por el presente dejando sentadas las bases del futuro. Martí fue consecuente con sus mentores intelectuales que, como Waldo Emerson, lo inspiraron para no seguir la senda, sino hacer el camino. Y, en efecto, a sus 36 años dejó un rastro indeleble en la mente infantil con “La Edad de Oro”.

Entre mis tesoros bibliográficos tengo una edición facsimilar de los cuatro primeros números de “La Edad de Oro, publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”, esto es, los fascículos de julio a octubre de 1889. Se trata de una publicación de 1989, concebida para celebrar el primer siglo de la revista. No digo cómo llegaron a mí, pues la persona entrañable que me obsequió las revistas en 1992, cuando coincidimos en un Congreso de Servicios Bibliotecarios Infantiles, me hizo prometer que no mencionaría su origen. Es una lástima, porque esa historia también merecería ser contada a los niños de América. Sea como fuere, lo cierto es que Don José Martí sabía cautivar a sus lectores infantiles, de esta manera:

“Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz.”

“Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras; y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; (…) para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos.”

“Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo”

¿No eran esas letras, acaso, las semillas libertarias sembradas en la mente infantil de Latinoamérica? No es gratuito, entonces, que la figura de Martí sea reivindicada por Tirios y Troyanos. En “La Edad de Oro” los niños podían leer temas tan interesantes como los siguientes: La Ilíada de Homero con dibujos, Cada uno a su oficio, Fábulas de Emerson, la Historia del hombre contada por sus casas, la Historia de la cuchara y el tenedor, la Exposición de París, en fin, las cosas que pasaban en esa esfera tan convulsionada que hoy llamamos mundo. No podía, en consecuencia, dejar pasar esta efeméride sin agradecerle a Don José Martí por la lectura de su “Edad de Oro”.

miércoles, 24 de julio de 2019

CRÓNICAS DE CAFETÍN

(Foto de H. Darío Gómez A.)

Por: H. Darío Gómez A.

II- La vendedora de “rifas exclusivas.”

Esta mujer que entra al cafetín con el jardín puesto no es una copera, pero ejerce el comercio en su mismo entorno laboral. Ciertamente “Mi Viejo Alemán” es su fuente de clientes cautivos, y esto último se afirma en sentido literal. De manera que la vendedora de “rifas exclusivas” atiende a sus anchas en las mesas del lugar. 

Hacia las seis de la tarde la muchacha inicia su jornada laboral con una escandalosa entrada al cafetín.  En efecto, su cuerpo curvilíneo, como el de la Venus de Rubens, causa alboroto en la estancia cuando los asiduos voltean a mirar,  todos a una y sin pudor, las redondeces que adornan su vestido ajustado. El perfume de flores que rezuma la mujer cautiva de inmediato a los clientes, casi todos de la tercera edad. Don Fabio, el embolador, mientras brega por lustrar mis botas de cuero graso, adivina la curiosidad en mi rostro y dice, sin necesidad de preguntarle, que su nombre es Berenice, la vendedora de unas rifas "muy exclusivas”.

“¿Berenice vende lotería y chance?”, indago.
“No, señor. Ella rifa plata en efectivo”
“¿O sea que la rifa juega con el número de alguna lotería?", insisto.
“No, señor. Juega con el número de la boleta”, refunfuña.
“¿Y quién responde por el premio si uno gana?”
“Pues, Berenice”, confirma el hombre con algo de molestia por mi duda impertinente.

La mujer se acerca a una de las mesas, saluda a tres ancianos de beso y se acomoda junto a ellos. Le brindan un aguardiente que ella acepta sin remilgos y despacha de un solo trago. Entonces extrae de su cartera un talonario y comienza a llenar las colillas con los nombres de cada uno. Les entrega las boletas y ellos pagan sin preguntar, con la fe del carbonero.

“¿Cuánta plata rifa Berenice?”, le pregunto a Don Fabio.
“Medio millón de pesos”
“¡Una fortuna!”
“Sirve para un desvare”, afirma el embolador con gesto mohíno.
“¿Y cuánto vale la boleta?, indago.
“Cinco mil”

Berenice es nombre de princesa judía. Hubo una, hija de Herodes Agripa, cuyo encanto embelesó al Emperador Tito. Es de suponer, entonces, que era tan guapa como nuestra vendedora de cafetín.  Estando en tales divagaciones me da por buscar en el Google de mi teléfono celular,  y encuentro que Berenice es un nombre de origen macedonio que significa “portadora de la victoria”; concluyo, entonces, que el suyo es un nombre predestinado a una mujer que vende rifas exclusivas en los cafetines de la novena o para una gitana que dice la buena fortuna. Ahora bien, a riesgo de teorizar sin fundamento, asumo que las boletas que vende Berenice no tienen mucha probabilidad de ganancia para los compradores que cifran sus esperanzas, ya no digamos en la buena fe de la muchacha o en la felicidad efímera que dan los premios en metálico, sino en la ilusión de volverla a ver.

Entre tanto, en los parlantes del local suena un tango que se duele porque “la pastora se ha caído al pedregal de donde ya no volverá porque una estrella la llevó donde se va sin regresar”.
Berenice, menos bucólica que la pastora de la canción, sabe que el tiempo es oro. No bien ha vendido su rifa a los ancianos, se levanta de la silla, se despide con un beso soplado al aire, y camina rumbo a la calle entre las mesas, contoneando sus caderas, a sabiendas de que los clientes habituales del café, incluido un tío que sale frecuentemente al zaguán para fumar, sueltan un suspiro cada vez que Berenice entra con el jardín puesto a “Mi Viejo Alemán”.

III-  El embolador.

Don Fabio es el embolador en jefe de “Mi Viejo Alemán”, un cafetín sin muchas ínfulas de la carrera novena con calle 16. Con todo, el sitio conserva su condición de ágora para los pocos tertuliantes de gabardina y sombrero Borsalino que circulan todavía en el centro de Bogotá.

“Mi Viejo Alemán” es un curioso anacronismo que, haciendo honor a su dudosa auto denominación de club social, congrega a los pensionados renuentes a permanecer ociosos en sus hogares. Ganando el zaguán oscuro que separa la estancia de la carrera novena, uno se topa de inmediato con las mesas metálicas, tan imbricadas, que apenas si hay espacio para circular. Al fondo, a mano izquierda, está el mostrador con una cafetera italiana cuyo aroma inunda el lugar. Todo se podrá decir de “Mi Viejo Alemán”, pero su café es un regalo para los sentidos. El ambiente es cálido y propicio para huir del frío de la calle.

Allí, en ese nicho de nostalgia perdido en el siglo XXI, atiende Don Fabio a su clientela. Da gusto verlo trabajar. Se trata de un hombre menudo, entrado en años, muy serio, cuya barba cana infunde respeto. Al hacerle la señal, don Fabio acude hasta la mesa y sin mediar palabra, con un gesto marcial, instala su cajón a mis pies. Un toquecito en el zapato me indica que debo encaramar el pie sobre el cajón. Obedezco. Entonces inicia la danza del cepillo removiendo las células muertas del cuero curtido. Nomás con la primera cepillada se diría que ya le sacó todo el brillo al calzado, pero no. Apenas comienza el ritual del trapo, restregando el betún con movimientos circulares tan vigorosos, que se siente en los dedos el masaje terapéutico que traspasa el material inerte del zapato. Luego viene la segunda cepillada para sacarle nuevo brillo al calzado; mas, es un brillo diferente, superior al inicial. Pero ahí no para la cosa. Cuando uno cree que es imposible sacar más lustre, el buen hombre vuelve a embadurnar el zapato con betún, lo riega con unas gotas de agua y repite la operación. Finalmente, con un nuevo trapo y a dos manos, frota de manera enérgica la superficie, como intentando resucitar las células muertas del material. Y sin duda lo logra. Viene otro toquecito en el zapato que se interpreta como una orden perentoria para bajar el pie del cajón y poner el otro sin demora con el fin de repetir la operación.

Cuesta dos mil pesos este renacimiento del calzado. Darle a los pies la oportunidad de reestrenar zapatos vale lo mismo que un tinto. Sin embargo, esta es una dicha efímera, dura lo que alcanza uno a caminar hasta la primera losa suelta del andén, esa, que al pisarla escupe un chisguete de argamasa que pringa hasta las fibras más íntimas del pantalón. Pero esos pequeños accidentes que ocurren en la vida no están incluidos en la garantía de servicio de Don Fabio, el embolador en jefe de “Mi Viejo Alemán”.

miércoles, 3 de julio de 2019

Imprecación a una estatua


 (Busto en el Parque del Brasil, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.) 
Por: H. Darío Gómez A.

Durante el verano el sol recalentará tus broncíneas entrañas, sin la esperanza  de un amigo copudo y sombrío que mitigue tu incendio interior. Querrás gritar  por un sorbo de agua, pero tu boca metálica no podrá musitar la súplica.

Colúmbidos impenitentes dejarán sus ofrendas húmedas sobre las cuencas vacías de tus ojos, chorreará su materia esotérica sobre el rictus grave y trascendente de tu dignidad  de prócer.

Al llegar el invierno la lluvia  no aplacará tu sed, pues el agua resbalará por tu rostro sin quedarse, sin que puedas sacar la lengua para atrapar unas gotas de vida.

Y tendrás que soportar durante las gélidas noches las evacuaciones corporales de los vagos. Tullido por el frío  no podrás hacerles el quite. Los grafitis envilecerán la piedra que sostiene tu rancio abolengo, y treparán abyectos roedores hasta tus barbas profusas, que serán escenario de sus acrobacias inverosímiles.

¡Cruel tormento para quien  quiso inmortalizarse con beneméritas obras!

Mas de vez en cuando, muy de vez en cuando, vendrán  a visitarte los descendientes de quienes te condenaron al castigo eterno de la rigidez. Pondrán una corona florida a tus pies, dirán unas palabras manidas y luego se  marcharán  con la certeza estulta de haberte hecho un homenaje.

martes, 2 de julio de 2019

Manual de uso de Facebook para padres intensos.

(Peatón cosmonauta. Foto de Rafael Gómez B)
 
Una explicación no pedida, como se sabe, es la aceptación de una culpa. Sin embargo, no es mi culpa tener una hija, que es la luz de mis ojos, viviendo a cuatro mil kilómetros de distancia. Tampoco lo es que la red social de Facebook se haya convertido en mi mejor aliada para sentirla cerca. Si hay en ello alguna actitud reprochable, habría que achacarla al hecho de ser un padre intenso. Siendo así las cosas, acepto mi culpa en aras del cariño paternal.

Como sea, lo cierto es que a juicio de mi retoño hago uso indiscreto de tal herramienta informática. Parece, además, que teniendo la oportunidad de oro para opinar sobre sus  fotos, ocurrencias y actividades cotidianas, mis comentarios y likes son vistos por ella como una atrevida intromisión de carácter generacional.

El Facebook abre canales de comunicación masiva,  propicia actitudes, genera tendencias (para bien o para mal, como dice el bolero), promueve opiniones y movilizaciones en pro de causas variopintas, convoca reuniones, conspiraciones, en fin, gana seguidores para mayor ventura de sus usuarios; y, claro está, permite para vergüenza de los hijos, la participación de sus padres intensos.

Sólo hasta cuando le reproché a mi hija por no responder a mis comentarios del Facebook, ella me hizo caer en cuenta que de alguna manera estaba invadiendo su espacio vital. Porque (y hasta ahora vine a entenderlo) el Facebook es el ágora de los jóvenes, su punto de encuentro y de fuga. Es decir, lo que fue la esquina de la cuadra, el centro comercial o el parque para nosotros. Espacios donde, efectivamente, nunca tuvimos la intromisión de los mayores. Tiene sentido.

De suerte que mi hija aprovechó la coyuntura para poner las cosas en orden, y con esa claridad cartesiana típica de su formación científica dio en la flor de advertirme: "Pa, vamos a ponernos de acuerdo en el manual de uso del Facebook. De ahora en adelante tendrás un cupo semanal, no acumulable, de un comentario y dos likes. Tus comentarios no serán respondidos en principio, salvo que, a mi parecer, merezcan un guiño o una respuesta escueta. Por lo demás, interpreta mi silencio. Procura no escribir comentarios del tipo "progenitor cariñoso"; si eso llegare a ocurrir, correrás el riesgo de no obtener ninguna respuesta o lo que es mucho peor, recibir emoticones con gestos que podrían herir tu sensibilidad de padre. Lo anterior, sin perjuicio de la inminente posibilidad de ser eliminado irrevocablemente de mi grupo de amigos (unfriend)

Y aquí me tienen frente al Facebook, con el corazón rebosante de likes, pletórico de comentarios melifluos y cursis que tendré que reservar para mi encuentro, ya no virtual, con mi adorada hija.