(Changua bogotana. Créditos foto: concina.linio.com.co)
“Que ayunen los santos que no tienen
tripas”. Adagio popular
En Usaquén hay una manzana, en la manzana hay una plaza de mercado, y al interior del mercado hay un restaurante sin ínfulas: “La cocina de doña Anita”. Desde tiempo inmemorial -mi memoria es precaria- su dueña vende las mejores costillas de cerdo del sector, que sus clientes habituales adobamos con pulgaradas de sal, ají chivato y limón. Le echamos mano con gusto a la carne intercostal, en contravía de los mandatos de la urbanidad de Carreño. Esa dicha gastronómica sólo pasa con un refajo, bebida autóctona preparada con dos partes de cerveza, una de gaseosa Colombiana, otra de Pony malta y un trago de aguardiente, generalmente servida en bacinilla de metal esmaltado para consumo comunal. Al levantarse de la mesa, uno se siente como el pavo de navidad, pesado y adormecido, caminando inocente al patíbulo a las dos en punto de la tarde.
Evidentemente ”la cocina de doña Anita” no es un lugar hecho para el glamur que está vigente en la zona gourmet de Usaquén. Pero resulta impensable hablar de fritanga gourmet -eso es una contradicción en los términos-, o de un cuchuco de trigo con espinazo de marrano servido al estilo artístico, aséptico si se quiere, pero algo triste y muy escaso, de Leo Espinosa. Además, el cuchuco de trigo es a la cocina vernácula, lo que la sopa de cebolla es a la gastronomía francesa: un plato de origen campesino, sin alcurnia -por demás innecesaria-, es decir, una delicia sencilla. Como dice la patrona: “el cuchuco lleva trigo, lleva espinazo, lleva haba, lleva criolla, lleva papa, lleva arveja, lleva ajo, lleva junca, lleva fríjol, lleva repollo y lleva cilantro”. Lleva también mucho tiempo digerirlo, agregamos nosotros.
De modo que las buenas maneras en la mesa no cunden en la “cocina de doña Anita”. Allí con frecuencia los cubiertos son reemplazados por las físicas uñas, y el palillo en la boca al final del round contra las costillas del caribajito es una sutil condecoración al triunfo de las muelas sobre la carne.
Hay en ese entrañable lugar una franca e innegociable insistencia en el mal gusto. Es cuestión de principios. Uno come, qué sé yo, acompañado de una botella con espantosas flores de plástico, azules, rosadas y amarillas; y la mesa está servida sobre un mantel prensado con un vidrio roto que generalmente cobra el atrevimiento del contacto físico rasgando las mangas de la camisa. No falta el almanaque de taller con la foto de una muchacha voluptuosa que nos recuerda que la carne es débil, pero muy sabrosa.
Sea como fuere, doña Anita vende también en su establecimiento otras delicias terrígenas, cuyos nombres comenzados por la letra ch han enriquecido con colombianismos el diccionario de la Real Academia Española: changua, chanfaina, chunchullo y chicha entre otras. Sobre la changua en particular, otra doña, pero de más alcurnia (con perdón de Anita), doña María Moliner, nos trae en su diccionario de uso del español la siguiente definición: “1. f. Col. Caldo que se prepara con cebolla, leche y otros ingredientes, que suele tomarse en el desayuno o antes él.”
Acaso quedó corta en los ingredientes la definición de doña María Moliner, pero debemos entender que su diccionario de uso del español no es precisamente un libro de recetas gastronómicas. Doña Anita, en cambio, prepara una changua proverbial con los ingredientes de la definición de marras, pero le agrega cilantro, un par de huevos, almojábana, queso campesino y longaniza picada. Puede tomarse al desayuno, antes de él, con él, después de él, a media mañana, con el almuerzo, en la tarde, en fin, cuando uno quiera, respetando así el libre albedrío de las tripas.
Al finalizar la jornada gastronómica uno se debe acercar a “la caja”, donde la patrona ha puesto una advertencia para que ningún cliente se equivoque: “El que fía no está, y el que está no fía” . Y es que doña Anita sólo recibe efectivo, pues desconfía -con razón- de los bancos y del papel moneda de curso “forzoso” expedido por SODEXHO PASS y otras yerbas.
Pero esos detalles no sólo se le perdonan a la “cocina de doña Anita”, sino que constituyen, a mi juicio, la esencia del mejor restaurante de Usaquén, con la venia de los hermanos Rausch y del señor Katz.