Si bien es cierto que no debemos desarrollar apego por los
bienes materiales, a riesgo de parecer mezquinos, hay algunas cosas, ciertos
objetos inanimados que adquieren por
fuerza del uso que les damos una connotación especial en nuestro corazón. Algo parecido al cariño. Eso pasa con los
zapatos viejos, algún juguete de la infancia, una que otra prenda de vestir, y,
cómo no, para los nacidos hasta los años setentas del siglo pasado, pasa con la máquina de escribir.
(Foto www.google.com)
Para los adultos jóvenes de hoy (ni qué decir los niños y
adolescentes), la máquina de escribir es un curioso anacronismo del que no vale
la pena ocuparse. Sin embargo a nosotros, los adultos de edad mediana, la
máquina de escribir siempre nos suscitará una enorme simpatía. Tal le pasó a mi amigo Pacho, quien me envió hace unos días la
foto de una máquina de escribir que encontró en la oficina de un pueblito
cercano a Bogotá, con una nota perentoria sobre la necesidad de escribir una
crónica acerca de la máquina ídem, esto es, de escribir. Nada que hacer, somos
unos nostálgicos.
Y acá me tienen trayendo a la memoria mi vieja Olivetti para complacer
a Pacho y de paso hacerle un homenaje póstumo a la máquina en cuestión, acaso
para reivindicarme con ella después del abandono infame al que la sometí, hecho
que evidencia una vez más que la raza humana es desagradecida y desmemoriada.
La Olivetti de marras llegó a nuestras vidas siendo ya una
máquina jubilada, es decir, después de su vida laboral en el departamento de
contabilidad de Panauto donde también trabajo y se jubiló la tía Stella luego
de elaborar incontables (es una ironía) notas contables e innumerables
balances con estados de pérdidas y ganancias de la empresa de don Emilio Urrea,
conocido dandi bogotano, polista y exalcalde de Bogotá. Pues bien, en tales circunstancias y gracias a
la donación de la tía Stella, la pobre Olivetti tuvo que continuar su vida laboral al servicio de la “chuzografía”
bidactilar de mis hermanos y yo, en desarrollo de las tareas escolares. Quizás
la finísima máquina italiana, hecha para ser usada por expertas dactilógrafas o
avezados mecanógrafos, nunca pensó terminar sus días envilecida soportando los dedos
inexpertos de unos mocosos. Pero así es la vida. Y de las tareas escolares pasó
a las faenas universitarias, fue cómplice de mis primeros escritos literarios, hasta
culminar sus días arrumada en el cuarto de San Alejo. Sin embargo siempre cumplió su oficio a cabalidad, a
pesar de haber perdido en el transcurso del tiempo y del abuso la tecla de la
letra eñe, fundamental en nuestra lengua. Con todo, esa falencia fue suplida
por la letra ene, sobre la cual añadíamos con esfero de tinta negra, ya en la
hoja mecanografiada, una pequeña rayita en forma de ese acostada. Imperdonables fueron nuestros olvidos de la virgulilla en la palabra año.
Mas es lo cierto que
como dice el Eclesiastés, “todo es vanidad e ingratitud”, de manera que con el advenimiento de
los procesadores de palabra dotados con memoria virtual a prueba de
equivocaciones, la vieja Olivetti entró en el camino sin retorno de la obsolescencia,
quedando relegada al rincón del polvo y el olvido (otra ironía de la memoria) como
quedó dicho, hasta que un día se la llevó el chatarrero a un destino incierto y
sin el consuelo del último adiós.