Hoy tengo necesidad de hablar de Tony, un amigo de la infancia. Tony no es nombre de perro como tampoco lo es Trostky, pero la gente tiene sus mañas y se deja llevar por la moda. Cuando yo era pequeño estaba en boga nombrar Trotsky a los canes. Sólo hasta la adolescencia, en clase de historia, vine a saber que un político ruso fue bautizado con nombre de perro, un tal Trotsky. Pobre. Parece que el apelativo en cuestión determinó su sino fatal. El buen hombre fue perseguido y luego ultimado como un perro, en fin, una ironía de la vida o más bien de la muerte. Lo cierto es que Tony tampoco es nombre canino, como quedó dicho, pero estaba de moda y así fue bautizado por su amo original, el celador de una construcción cerca de mi casa que tuvo a bien abandonarlo cuando culminó la obra.
Librado a su suerte, Tony pasó la primera noche de abandono
echado al pie de la caseta de vigilancia ya desierta. Mamá Sofía, mi abuela adorada,
al verlo en indigencia se compadeció del perro y me mandó a llevarle algo de
comida. La siguiente noche el animalito, agradecido, se acercó hasta el zaguán
de mi casa donde mamá Sofía le tendió un pedazo de tapete para resguardarlo del
frío bogotano. Así, gracias al amor al prójimo de mi abuela (porque ella me
enseñó que los animales y las plantas son nuestros pares en la vida), comenzó
el proceso irregular de adopción de
Tony. Hubo que lavarlo y desparasitarlo, cómo no, pero al mes siguiente nuestro
perro, que ya formaba parte de la familia Gómez Ahumada, comía y dormía
plácidamente bajo la cubierta del jardín interior. Sin embargo, durante el día cumplía con el rigor de una sentencia su oficio de perro callejero de la cuadra. Tony jugaba fútbol con mis amigos
del barrio y caminaba conmigo hasta el colegio Calasanz, que estaba a veinte
cuadras de la casa. Al principio tuve que tirarle piedras para que se
devolviera, pero muy pronto se acostumbró. De suerte que cuando llegábamos
hasta la autopista con la calle cien, yo atravesaba la vía para entrar al colegio y él sabía que debía retornar a la cuadra.
Lo que le faltaba a Tony de pedigrí le sobraba de corazón.
Quiero recordarlo antes de que su imagen querida se diluya en mi mente, pues entre
los recuerdos familiares no hay fotos de nuestro perro. De hecho hay muy pocas fotos
mías entre los once y los dieciocho años. No se estilaba. La vida privada era
asunto de uno mismo. Hoy se tiene una necesidad patológica de dejar registro mediático
de todos los actos de la vida antes de la extinción inevitable.
No puedo decir que Tony fuera un perro hermoso. Era
un gozque tan corriente como las decenas de “Tonys” que fueron abandonados en Santa
Paula cuando terminaron las obras del barrio, al final de los años setentas.
Tenía el pelo amarillo tostado, las patas cortas en relación con su cuerpo más
bien alargado, ojos tristes de callejero y la cola erguida que le daba cierto
toque de distinción. Tampoco hablaré de
su nobleza porque ese es un valor perruno por antonomasia. Sin embargo fue un quiltro
sin igual hasta que tocó aplicarle la eutanasia para evitarle los dolores insoportables
de la vejez. Lo dio todo sin esperar nada a cambio, sin avaricia, como hacen
los verdaderos amigos. Corresponde ahora saldar mi deuda de gratitud con
Tony. Vale.