(Fotos de H. Darío Gómez A)
“Yo siempre pensé que toda la gente tenía que morir, pero conmigo siempre pensé que se haría una excepción” Epitafio de W. Saroyan.
Se
puede tener una buena lápida como se tiene un buen traje. Todavía mejor
si se tiene un mausoleo con una escultura de Césare Sighinolfi; eso
da estatus. Como sea, en el Cementerio Central de Bogotá se repite la veleidad
de los vivos que, después de muertos, quieren conservar sus privilegios.
Al interior de la elipse -el cementerio está construido en forma
elíptica-, más cerca de la capilla y por ende próximos al paraíso, se
encuentran los sepulcros más suntuosos, construidos en mármol de
Carrara, piedra tallada y ornamentación, que parecen los más adecuados para los fieles difuntos de estrato seis. También descansan
allí los huesos de nuestros próceres y ex presidentes; de notables e
industriales, en fin, de gente ilustre de la ciudad, a despecho del
resto de los mortales -y esto se dice en sentido literal- escasos de dinero y apellidos.
No bien se adentra uno en los pasillos interiores de la necrópolis, se
topa con los monumentos fúnebres de la gente "bien", como suele decirse,
y al leer las inscripciones talladas, resulta imposible no evocar las
páginas sociales de una revista del corazón: allí moran por siempre
Pizanos y LLeras, Dávilas y Koppel, Michelsen y Portocarreros, Pombos y
Wills, Valenzuelas y McAllister; muy pocos Gómez, entre ellos el nefando Laureano, no faltaría más. Y no es que nos muramos menos los
Gómez, sino que en el Cementerio Central los finados de ese apellido están un
poco más lejos del paraíso, podríamos decir con Dante, más cercanos al
círculo del purgatorio adonde se llega por la soberbia y los males de
amor que hacen ver recto el camino torcido y, claro está, por el exiguo
presupuesto que más se aviene a su condición de almas vergonzantes en
tránsito a la eternidad.
En los márgenes del cementerio, como repitiendo la conformación de la
ciudad de los vivos, están los otros muertos, los de inferior estrato
social. Allí es común encontrar mausoleos colectivos y democráticos. Me
refiero, por ejemplo, al edificio funerario del sindicato de barrenderos
y trabajadores de la Ciudad, cuya sobria dignidad nos da una lección de
pulcritud en el oficio y en el alma. También están por el sector, esto es, hacia la entrada occidental, los mausoleos sindicalizados de los
trabajadores ferroviarios, los proyeccionistas de las salas de cine, los
vendedores de lotería, la federación de empleados de Bogotá, los
voceadores de prensa, los panaderos, los maestros de obra, en fin, de
los matarifes. Cosas así nos enseñan que la solidaridad
no sólo conviene en vida, sino que contribuye asimismo al bienestar eterno, sin necesidad de contratar onerosos servicios de asistencia integral prepagada que van de la cuna al sepulcro.
Aún más allá, porque hay un más allá, al menos en el Cementerio Central,
en otro solar hacia el occidente, separado por la carrera
diecinueve, están los columbarios con sus nichos imbricados y vacíos
donde alguna vez fueron inhumados los menos afortunados en vida, y donde
hubo fosas comunes para enterrar a las víctimas del 9 de abril de
1.948, que fueron muertas a punta de cachiporrazos, puñaladas,
machetazos, fusilamientos y tiros de gracia.
Y para que nadie olvide que la vida de todos tiene valor, un alcalde
mandó escribir en lo alto de las galerías de la antigua necrópolis de la
calle veintiseis, varios letreros en pintura negra, que dicen: “LA VIDA ES SAGRADA”, amén.