Por: H. Darío Gómez A.
Ya sea en el Níger que atraviesa Guinea, o en el Congo que encuentra el océano Atlántico al occidente del África de donde partió para enriquecer nuestra América con su simiente, el negro siempre le ha cantado río. Parece que intuyera con Hesíodo, que para atravesar sus aguas hay que dirigirle una plegaria “con los ojos fijos en sus espléndidas corrientes” para obtener su generosidad y benevolencia, pero también para aplacar su ira. Y así le canta el negro a los ríos de América desde el Mississippi, pasando por el Caribe, hasta el Paraná, en el sur del continente.
Al leer poesía negra (¡ay! las clasificaciones), siempre he admirado la íntima relación del poeta con el río. Para confirmar lo dicho, me remito a una prueba lírica en la voz del norteamericano Langston Hughes:
El negro habla de los ríos.
“Yo he conocido ríos: he conocido ríos tan antiguos como el mundo
y más viejos que el flujo de la sangre humana en las venas humanas.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos.
Me bañé en el Eufrates cuando eran jóvenes los amaneceres.
Construí mi cabaña cerca del Congo, y el río arrulló mi sueño.
Miré el Nilo y levanté mis pirámides sobre él.
Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a Nueva Orleans,
y he visto su seno enlodado, volverse todo oro en el crepúsculo.
He conocido ríos: ríos antiguos, oscuros.
Mi alma ha crecido profunda como los ríos”.
El poeta tiene una memoria atávica que evoca los ríos africanos así esté en Luisiana, Georgia o Alabama. Pero el río arrastra en su corriente todo el bien y todo el mal: la vida y la muerte. Así lo recuerda el poeta cubano Nicolás Guillén en su elegía a Emmett Till, un niño negro de 14 años raptado por un grupo de blancos armados, cuyo cuerpo mutilado fue botado al río Mississippi:
“En Norteamérica, la Rosa de los Vientos tiene el pétalo sur rojo de sangre.
El Mississippi pasa ¡oh viejo río hermano de los negros!
con las venas abiertas en el agua, el Mississippi cuando pasa.
Suspira su ancho pecho y en su guitarra bárbara,
el Mississippi cuando pasa llora con duras lágrimas”.
No puede uno menos de evocar con tristeza la sangre inocente que ha corrido por nuestro río Cauca, en Colombia. El río es, pues, confidente, recoge las lágrimas pero también la rabia del poeta que denuncia la esclavitud, el despojo, en fin, la injusticia. Y continúa Nicolás Guillén:
“Pero yo sé que el Plata,
pero yo sé que el Amazonas baña;
pero yo sé que el Mississippi,
pero yo sé que el Magdalena baña;
yo sé que el Almendares,
pero yo sé que el San Lorenzo baña;
yo sé que el Orinoco,
pero yo sé que bañan
tierras de amargo limo donde mi voz florece (…)
y lentos bosques presos en sangrientas raíces.
¡Bebo en tu copa, América,
en tu boca de estaño,
anchos ríos de lágrimas!”
El poeta nacional de las negritudes, Candelario Obeso, ya en el siglo antepasado cantaba con la voz del “Boga ausente” ese desasosiego del pescador que rema sin esperanza.
“¡Qué trijte que ejtá la noche!
¡La noche qué trijte ejtá!
No hay en er cielo un ejteya... ¡Remá, remá!
¡Qué ejcura que ejtá la noche!
¡La noche que ejcura ejtá!
Asina ejcura ej la ausencia... ¡Bogá, bogá!”
Y asimismo, el poeta Agostinho Neto, nacido en Angola hace un siglo, denuncia la esclavitud inveterada en “El llanto de África:
“El llanto de siglos creado en la esclavitud (…)
El llanto de África es un síntoma
En las corrientes de los ríos
o en el sosiego de los lagos (…)”
Como sea, el río es, a manera de cordón umbilical, el lazo que une al poeta con su origen. Si se sabe escuchar, se puede identificar en la corriente el llamado atávico de la selva en su belleza exuberante o acaso en su terrible crueldad.