Yo
recuerdo, cuando era niño, que esperaba con ansia loca e interesada, cómo no,
la llegada de los tíos ricos que venían del extranjero a visitarnos durante las
festividades decembrinas. Desde la víspera me figuraba la cantidad de regalos
que traerían para ponerme, para jugar, para comer. La ansiedad no me dejaba
dormir. Mas cuando destapaba los traídos (como le decimos por acá a los obsequios),
me invadía la desilusión. Los regalos nunca correspondían a mis expectativas.
Soy un desagradecido, lo sé.
Este
año volví a tener la misma sensación en la Feria del Libro de Bogotá, con
Francia como país invitado de honor: tenía muchas expectativas. Soy de una
curiosidad sin límites. Imaginaba una combinación de muestras del país galo con sus personas del
común, el libro de Proust En busca del
tiempo perdido, la sopa de cebolla, su música, Juana de Arco, el Tour de
Francia que pronto será de Nairo Quintana, en fin, quizás una instalación
recreando a Cuasimodo, el jorobado, en la catedral de Notre Dame, y su creador,
el gran Victor Hugo, una muestra gráfica con la historia de la resistencia
francesa durante la ocupación nazi, los
colaboracionistas, Vichy, una pequeña réplica de la torre Eiffell por qué no,
mayo de 1968, Camus, qué sé yo. Incluso esperaba mucho menos, aún en el marco
de dos efemérides tan importantes como la celebración de los treinta años de la
feria del libro de Bogotá y el cacareado Año Colombia- Francia 2017.
Pero
la realidad fue otra. Me encontré con un pabellón frío, vacío, sin imágenes
casuales, ya no digamos icónicas, que le permitiesen al ciudadano de a pie
sentirse un poquito en Francia sin necesidad de comprar el costosísimo pasaje
en euros para visitarla. Ninguna muestra gastronómica, ningún libro emblemático. Sólo hallé
dos espacios mal decorados con canastas fruteras de plástico -qué horror- para
la venta de libros, uno de literatura infantil y juvenil, otro de generalidades
que pueden apreciarse mejor y de manera más cómoda en la librería francesa de
la calle noventa y cinco sin tener que pagar boleta de entrada. Me pareció, digámoslo
francamente, mezquina la exhibición del
invitado de honor del presente año, contrastada por ejemplo con la presencia
generosa, colorida, enjundiosa y amable de otros invitados con menos alcurnia
como Ecuador.
Acaso primó la soberbia de aquel invitado rico y encopetado que piensa que, dada la humildad del anfitrión, no vale la brega llevarle un buen presente, como quiera que a su juicio utilitario, éste se contentará con cualquier cosa. Una vez más se cumple aquel dicho de que el pobre no repara en gastos y da lo mejor de sí, en tanto que el rico es pichicato.
Pero no se ofenda monsieur Laforêt si digo estas cosas, porque como ya lo dije, soy desagradecido.
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