Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

jueves, 20 de junio de 2019

Ataúd comunitario







Por estos días se presenta en el parqueadero de Unicentro una exposición algo perturbadora para mi sensibilidad de peatón. Bajo el sugestivo nombre, "Bodies" (cadáveres, según la tercera acepción del diccionario Oxford, acaso la más acertada para el contexto), el espectáculo exhibe los cuerpos embalsamados de seres humanos que, a diferencia del museo de cera de madame Tussauds, son de verdad. Como quien dice, seres de carne y hueso, o mejor, seres de músculos, tejidos, nervios y tendones inertes pero inmortalizados con una técnica novedosa que resalta las texturas, ya no digamos para servir a la educación de galenos imberbes y abogados criminalistas, sino para solaz de los diletantes que cuentan con dinerillo para pagar la entrada. 

Entonces me puse a pensar que algo en plata vale el cuerpo después de muerto, más todavía en este país donde la vida no vale nada o casi nada. Recordé asimismo que hace veinticinco años el país se escandalizó con la noticia del administrador de la morgue de una Universidad en Barranquilla que, ante la escasez de cadáveres para las prácticas anatómicas, asesinaba a personas indigentes para vender sus cuerpos a los estudiantes de medicina. De esta suerte, lejos de maravillarme por la belleza del cuerpo humano, la exposición de marras me suscito varias perplejidades. Y entendí el cuestionamiento del maestro Lisandro Duque en una de sus columnas de El Espectador, donde se preguntaba si los ataúdes de los difuntos destinados a la cremación son realmente sometidos al fuego junto con sus contenidos, o si por el contrario son reciclados (ataúd y cuerpo) por los funerarios antes de que se echen a perder en el horno, y asegurar con esta maroma una ganancia adicional. Siendo así las cosas, ¿qué es lo que le entregan a los deudos en la urna? ¿colillas de "Pielroja"?

Ahora bien, en cuanto a la repugnancia que sentimos por el comercio de la muerte, supongo que los mercachifles funerarios nos preguntarán en qué difiere esencialmente su línea de negocios con la de aquellos que se lucran con la vida como los armeros, los banqueros o los farmacéuticos. Al final del día todo se reduce al vil metal. Hasta las cenizas.  

Mas es lo cierto que estos cuestionamientos tanatológicos me trajeron a la memoria la propuesta políticamente incorrecta del tío de mi adorada mujer, quien pocos días antes de su muerte prematura, a la tierna edad de noventa y cuatro años, propuso comprar un solo ataúd reutilizable por toda la familia en trance de viajar al otro toldo, habida cuenta de la maduración del riesgo de muerte (aunque no lo mencionó en términos estadístico-actuariales, claro está) de los parientes nacidos con anterioridad a 1940, muy próximos a seguirlo, y en consideración a un gasto suntuario destinado inútilmente a las llamas, cuya efímera “vida útil” se prolonga, a lo sumo, por setenta y dos horas comprendidas entre la velación del pasajero temporal, sus honras fúnebres y el horno. Y es que el tío Pablo, como buen patriarca antioqueño, siempre fue muy práctico, previsor y ahorrativo. Se entiende, entonces, la naturaleza utilitaria y prosaica, si se quiere, de su idea, más todavía cuando ha subido desmesuradamente el costo de la vida (que valoramos tan poco, sin embargo) y de la muerte, cómo no.

Lo que parece seguro es que la propuesta indecorosa del tío Pablo, hecha in artículo mortis, no cayó bien entre sus parientes sobrevivientes, no tanto por su falta de sensatez, que la tiene, como por el hecho, acaso macabro, de que nadie hubiera querido hacerse cargo de guardar en su casa el cajón comunitario hasta que fuera requerido por el siguiente “viajero” de la familia en turno a la eternidad.

De allí vino a resultar que, sin saberlo, el tío Pablo fue gestor y protomartir de las Agencias de Viajes "todo incluido" hacia el destino sin retorno, que hoy conocemos como servicios exequiales prepagados.

créditos foto: Don Brutalli, www.flickr.com

jueves, 13 de junio de 2019

El viajero impenitente.

El Agente Viajero



Por: H. Darío Gómez A.


Como se sabe, el viajero es una criatura singular. Es un explorador por naturaleza; un animal ubicuo que no forma parte del paisaje pero lo modifica, aunque, hay que decirlo, no siempre para bien. Lo cierto es que desde antiguo ha habido grandes viajeros: un tal Heródoto de Halicarnaso que exploró las tierras de Egipto donde afirmó haber visto animales sin cabeza y los ojos en el lomo; Fa-Hian, un monje chino que encontró en las nieves perpetuas de Afganistán, al occidente del imperio, dragones viperinos y otros animales fantásticos; o bien el legendario Cosmas Indicopleustes, marino de Alejandría, que demostró en su “Topografía cristiana del universo”, sin error aparente, que la tierra es cuadrada a despecho de nuestros cosmógrafos de hoy, descreídos e impíos como sus satélites fisgones; y Solimán, mercader de Basora, que pescó en el mar de Omán un escualo en cuya panza halló otro más pequeño que a su vez se había tragado otro menor todavía, todos vivos; en fin, Marco Polo, Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Fernández de Oviedo y otros más que contaminaron con sus relatos calenturientos los bestiarios del nuevo mundo y las mentes impresionables de Verne y Stevenson, según dicen. 

Y emulando la tenacidad e imaginación de aquellos, el viajante de comercio no se queda atrás en su empeño por los periplos. Provisto de un maletín con los muestrarios del universo, el Agente Viajero va por el suelo patrio con su chaqueta liviana colgada al hombro, remontando ríos hasta sus nacimientos, coronando montañas y recorriendo el fondo de los valles a través de polvorientos caminos, sólo para abastecer de hilos una tiendita miscelánea acomodada en el borde del territorio.

No es de plomo que están hechas las suelas del Agente Viajero, de manera que jamás sienta sus reales ni por la sonrisa invicta de una muchacha. Tiene este caminante de pies gastados por el uso algo de tahúr penitente y de cronista de cafetín; sabe asimismo que “la soberbia no es grandeza sino hinchazón”, como dijera San Agustín, y por eso nos transmite con humildad y sutileza la experiencia de quién ha visto todo bajo el sol. Mas sin embargo, ¡qué grande es! Sin saberlo, el viajante de comercio es un hombre sabio cuando nos describe el mundo; su mundo atrapado en el polígono irregular de las fronteras, claro está. 

Es un libro abierto de recuerdos, paisajes, situaciones y sentimientos que trascienden la ingenua cotidianidad familiar. De regreso al hogar, nuestro viajero se convierte en el héroe de Itaca que refiere a sus parientes los peligros, fatigas y aulagas que tuvo que pasar para llegar indemne. Nunca es más grande que cuando relata al calor de un café negro esos pequeños accidentes que suelen ocurrirles a los viajeros del trópico: el surgimiento intempestivo de unos dragones en la mitad de la carretera, cuyas lenguas de fuego alcanzaron a un pasajero del bus que no debía llegar a su destino; o una calle aparentemente inocente que se convierte sin previo aviso en un pérfido arroyo que rapta a los transeúntes para llevarlos hasta el río madre que se alimenta de peatones distraídos. 

A su manera, el agente viajero es testigo de excepción de los prodigios singulares que suceden en su pequeña porción del planeta y que nos demuestran que la tierra sigue siendo cuadrada, al menos por estas latitudes, como lo conjeturó hace quince siglos el viajero de Alejandría, por buen nombre, Cosmas Indicopleustes.

miércoles, 5 de junio de 2019

Vigencia del "western" en Colombia



Adoro el Western. Y a despecho de sus detractores, este delicioso género cinematográfico no morirá, al menos mientras viva ese gigante de rostro pétreo y mirada insondable llamado Clint Eastwood. Siempre llevaré conmigo la imagen del pistolero sin nombre (el bueno de la trilogía del dólar de Leone) que comparte su cigarro con un soldado moribundo, víctima de la absurda (como todas) guerra de secesión.

Los sábados por la tarde suelo encerrarme a ver mis películas del oeste, sin esposa ni descendencia que interrumpan mi cinefilia. Congruo privilegio de quien, como yo, pasa del medio siglo de trajín.

El caso es que hacia las seis de la tarde llega doña Inés del alma mía, me encuentra encerrado a oscuras en nuestro cuarto y me pregunta con desconfianza: -¿Qué estás haciendo? - entonces le digo que estoy viendo una película que trata de unos mineros que trabajan en las montañas del oeste explotando oro de aluvión de manera artesanal, es decir, respetando el río. Y que, no lejos de allí, hay un poderoso imperio de explotadores industriales de oro que bombardean la tierra con agua a presión para erosionarla y agotar su manto de forma irresponsable,  contaminando los cuerpos de agua con arsénico. No satisfechos con esto, los poderosos industriales quieren apoderarse de la tierra de los mineros artesanales, y en aras de conseguirlo, contratan a un grupo de temibles matones para intimidarlos y despojarlos. Afortunadamente llega como de milagro un predicador, pistolero penitente (Clint Eastwood, cómo no), para defender a los artesanos de los bandidos. Finalmente este justiciero solitario acaba hasta con el nido de la perra, redimiendo así a los oprimidos, ¡que ironía!, no con salmos, sino con físico plomo.

Pero doña Inés me responde algo molesta: -si no quieres contarme, está bien, pero no me vengas a repetir las noticias de ayer. –Y, en efecto, salvo por el predicador, pistolero penitente, caigo en la cuenta de que en el oeste, pero el oeste antioqueño, los mineros artesanales del bajo Cauca están siendo amenazados, despojados, perseguidos y asesinados por bandas criminales -antes denominadas narco paramilitares-, dedicadas ahora a la explotación indiscriminada del oro, contaminando y dragando el río Nechí y otros tributarios del río Cauca.

Ante la infortunada coincidencia, le insisto a doña Inés Elvira que la película que estaba viendo se llama “El Jinete Pálido”, que es un Western recreado a finales del siglo XIX en el oeste norteamericano, producido, dirigido e interpretado por Clint Eastwood, y que fue estrenado en 1985. Es decir, hace más de treinta años. Y que si no me cree, pues que vea la película conmigo. Mas ella intuye el mal negocio que haría en caso de aceptar mi propuesta, y declina la invitación.

De esta anécdota insustancial sólo me queda claro que el western, género que se creía agotado, conserva plena vigencia en nuestra sufrida patria; al menos desde el punto de vista argumental. Y lo peor es que no se prefigura ningún predicador, pistolero penitente, que, como un jinete del apocalipsis, venga a librarnos de los bandidos.

créditos foto: Museum of cinema, www.flickr.com

martes, 4 de junio de 2019

Realización de saldos







Por H. Darío Gómez A.

"Liquidación total de la existencia"
Aviso en la vitrina de una cacharrería.

Hoy subasto mis posesiones ilusorias en pública almoneda.

Vendo, si es que todavía la conservo, una enciclopedia autista con profusas definiciones sobre todo e inútiles certezas sobre nada.

Negocio, si alguien quiere comprarlo, el terror atrapado en las páginas de la historia patria, y la oscuridad que lleva encima como eterna noche boreal.

Liquido por una bicoca un telescopio con pocas constelaciones vistas, y un par de mujeres atrapadas para siempre en su lente atormentada por la cercanía imposible.

Despacho por lo que quieran dar un colchón relleno de cansancio y espuma, como mis proyectos inconclusos.

Realizo asimismo otras pertenencias intangibles, igual que los sueños:
poemas enredados en las páginas de un devocionario mancillado, 
candorosas imitaciones de Chagall imaginadas con crayones, 
fotos de carné con falsa dedicatoria: “esta copia para tu billetera; el original para tu corazón”

En fin, cedo a cualquier título efectos de poca monta, cosas fuera del comercio, tonterías difíciles de vender, aun con provechosa pérdida.