El Agente Viajero
Por: H. Darío Gómez A.
Como
se sabe, el viajero es una criatura singular. Es un explorador por
naturaleza; un animal ubicuo que no forma parte del paisaje pero lo
modifica, aunque, hay que decirlo, no siempre para bien. Lo cierto es
que desde antiguo ha habido grandes viajeros: un tal Heródoto de
Halicarnaso que exploró las tierras de Egipto donde afirmó haber visto
animales sin cabeza y los ojos en el lomo; Fa-Hian, un monje chino
que encontró en las nieves perpetuas de Afganistán, al occidente del
imperio, dragones viperinos y otros animales fantásticos; o bien el
legendario Cosmas Indicopleustes, marino de Alejandría, que demostró en
su “Topografía cristiana del universo”, sin error aparente, que
la tierra es cuadrada a despecho de nuestros cosmógrafos de hoy,
descreídos e impíos como sus satélites fisgones; y Solimán, mercader de
Basora, que pescó en el mar de Omán un escualo en cuya panza halló otro
más pequeño que a su vez se había tragado otro menor todavía, todos
vivos; en fin, Marco Polo, Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes,
Fernández de Oviedo y otros más que contaminaron con sus relatos
calenturientos los bestiarios del nuevo mundo y las mentes
impresionables de Verne y Stevenson, según dicen.
Y emulando la tenacidad e imaginación de aquellos, el viajante de comercio no se queda atrás en su empeño por los periplos. Provisto de un maletín con los muestrarios del universo, el Agente Viajero va por el suelo patrio con su chaqueta liviana colgada al hombro, remontando ríos hasta sus nacimientos, coronando montañas y recorriendo el fondo de los valles a través de polvorientos caminos, sólo para abastecer de hilos una tiendita miscelánea acomodada en el borde del territorio.
Y emulando la tenacidad e imaginación de aquellos, el viajante de comercio no se queda atrás en su empeño por los periplos. Provisto de un maletín con los muestrarios del universo, el Agente Viajero va por el suelo patrio con su chaqueta liviana colgada al hombro, remontando ríos hasta sus nacimientos, coronando montañas y recorriendo el fondo de los valles a través de polvorientos caminos, sólo para abastecer de hilos una tiendita miscelánea acomodada en el borde del territorio.
No es de plomo que están hechas las suelas del Agente Viajero, de manera que jamás sienta sus reales ni por la sonrisa invicta de una muchacha. Tiene este caminante de pies gastados por el uso algo de tahúr penitente y de cronista de cafetín; sabe asimismo que “la soberbia no es grandeza sino hinchazón”, como dijera San Agustín, y por eso nos transmite con humildad y sutileza la experiencia de quién ha visto todo bajo el sol. Mas sin embargo, ¡qué grande es! Sin saberlo, el viajante de comercio es un hombre sabio cuando nos describe el mundo; su mundo atrapado en el polígono irregular de las fronteras, claro está.
Es un libro abierto de recuerdos, paisajes, situaciones y sentimientos que trascienden la ingenua cotidianidad familiar. De regreso al hogar, nuestro viajero se convierte en el héroe de Itaca que refiere a sus parientes los peligros, fatigas y aulagas que tuvo que pasar para llegar indemne. Nunca es más grande que cuando relata al calor de un café negro esos pequeños accidentes que suelen ocurrirles a los viajeros del trópico: el surgimiento intempestivo de unos dragones en la mitad de la carretera, cuyas lenguas de fuego alcanzaron a un pasajero del bus que no debía llegar a su destino; o una calle aparentemente inocente que se convierte sin previo aviso en un pérfido arroyo que rapta a los transeúntes para llevarlos hasta el río madre que se alimenta de peatones distraídos.
A su manera, el agente viajero es testigo de excepción de los prodigios singulares que suceden en su pequeña porción del planeta y que nos demuestran que la tierra sigue siendo cuadrada, al menos por estas latitudes, como lo conjeturó hace quince siglos el viajero de Alejandría, por buen nombre, Cosmas Indicopleustes.
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