(Cafetín Mercantil, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.)
Por: Héctor Darío Gómez Ahumada
¿Qué es el desamor?, pregunta el despechado. Y el corazón responde: separación, desengaño, añoranza. Sea como fuere, lo cierto es que el amor ido es, acaso, la forma más triste del desamor, pues implica necesariamente una pérdida. Los amantes de la música romántica saben de sobra que esa cosa hermosa, inmisericorde, resistente al análisis y a la clasificación, en ocasiones tempestuosa, esquiva a veces, en fin, el amor, es el leitmotiv del bolero. Pero también lo es su ausencia. Quizá por eso la frase del psicoanalista J. Lacan, según la cual “amar es dar lo que no se tiene…”, más que una explicación de la neurosis causada por la arcadia perdida suena a letra de bolero, si se me permite la banalización. Y es precisamente desde esa perspectiva, exenta de erudición, que el cronista abordará el desamor, aprovechando que el bolero es universal.
La pérdida en el juego del amor.
En el amor, como en el juego, hay un componente de azar. De manera que debemos jugar lealmente, con la camisa del corazón remangada, sin cartas escondidas, y estar dispuestos a pagar la apuesta en el momento de perder. De esta laya es el jugador que nos presenta el compositor puertorriqueño, Pedro Flores, en sus “Fichas negras”, pese a que su contrincante en el amor no juega con la misma lealtad:
“Yo te perdí Como pierde aquel buen jugador
Que la suerte reversa marcó Su destino fatal.
Ya yo jugué Con mis cartas abiertas al amor (…)
Pero en cambio tu Me jugaste fichas sin valor(…)”
Y si el amor es un juego, el buen jugador será asimismo buen pagador, como lo ratifica Pedro Flores en “Amor perdido”:
“Todo fue un juego, Nomás que en la apuesta, yo puse y perdí (…),
Esa es mi suerte y pago, porque soy, buen jugador(…)”
La pérdida del amor pagado.
No se puede perder lo que nunca se tuvo o lo fue a título precario, a cambio de un beneficio económico. Estos “amores” pagados florecen en los cafetines frecuentados por marginados, por almas solitarias en pos de un amor a destajo, como el de aquella mujer de cabaret cantada por Chelo Silva:
“Yo soy de cabaret esa es mi vida
En mí que puede haber si no hay amor(…)
Por ser del fango (…)”
Al escuchar estos boleros de amor pagado, en cuyas letras se trata a la mujer como mercancía, no puede uno menos de contrariarse por su índole patriarcal. El amor se convierte en un objeto de cambio como lo pone de presente Blanca Rosa Gil al cantar: “dime tu precio, cuánto vale mirar tus ojos y darte un beso, que estoy dispuesto a pagarlo con mi vida si es preciso”. O cuando Ricardo Fuentes, el romántico de Tocaima, pregunta: “cuánto te debo por ese amor aventurero que me has dado, por tu comedia de cariño calculado…, cuánto te debo por las miradas de ternura que me diste…”. Parece que creyera con el cantor aguadeño, Pedro Nel Isaza, que “ese amor de cabaret se paga con dinero”. O pongamos por caso el cariño de cabaretera descrito por Tito Mendoza en “Luces de Nueva York”, “donde te encontré bailando, vendiendo tu amor al mejor postor”. No obstante, es Agustín Lara quien logra transmitirnos la crudeza de ese amor transaccional en su bolero “Aventurera”:
“Vende caro tu amor, aventurera
Da el precio del dolor, a tu pasado
Y aquel, que de tu boca, la miel quiera
Que pague con brillantes tu pecado (..)”
Y a decir verdad, el compositor cubano Manuel Corona no se queda atrás en sus habilidad negociadora en la bolsa de valores del corazón, como lo demuestra en su bolero “Falsaria”:
“Conque te vendes, ¡eh! Noticia grata,
No por eso te odio ni te desprecio;
Aunque tengo poco oro y poca plata,
En materia de compras soy un necio;
Espero a que te pongas más barata,
Sé que algún día bajarás de precio”.
La pérdida cuando se acaba el amor.
Pero nada hay definitivo, y hasta el amor se acaba, según cantó José José. De modo que cuando empieza a languidecer, puede decirse que comienza el desamor. Esa erosión del sentimiento es el epítome del desamor, pues implica que alguna vez hubo amor de verdad, sin artificios, sin apuestas, sin pagos al portador. Quizá por ello es más triste su fin. Sin pretender afirmar con Sócrates, que “el amor más acalorado, tiene el fin más frío”, me inclino a pensar que los amores sanguíneos son más proclives al desamor, toda vez que requieren mantener el motor encendido en altas revoluciones para darle estabilidad al vuelo y no entrar en barrena.
En cualquier caso, parece seguro que la mujer es más leal frente al desamor. Más valiente y directa al encararlo. En tal sentido, la compositora mexicana Consuelo Velázquez nos da una muestra de su franqueza:
“Perdona mi franqueza que tal vez juzgues descaro,
Yo sé que voy a herirte por decirte lo que siento.
Espero que comprendas que es mejor que hablemos claro,
Debemos separarnos porque amor ya no te tengo”.
Tengo la impresión de que el hombre asume una posición más nihilista frente al desamor, lo acepta como un destino inexorable. Suele afirmarse que somos más fuertes que las mujeres para aceptar el fracaso amoroso. Ciertamente no. Y así lo suelta al desgaire el compositor cubano Orlando de la Rosa. Sin embargo, en la voz del cartagenero Bob Toledo, cuya vida fue tormentosa y con trágico final, el bolero adquiere tintes dramáticos:
“No vale la pena,
Sufrir en la vida si todo se acaba,
Si todo se va; tanto sufrimiento,
Tantas decepciones,
No vale la pena tanto padecer. (…)
Después que toda mi esperanza la cifré en tu amor”.
Total, “si me hubieras querido, ya me hubiera olvidado, de tu querer”. No lo digo yo, lo dijo Ricardo García Perdomo, otro gran compositor cubano, como corresponde. Y eso es todo lo que tenía que decir acerca del desamor.
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