Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

jueves, 29 de enero de 2015

Vigencia del "western" en Colombia


Adoro el Western. Y a despecho de sus detractores, este delicioso género cinematográfico no morirá, al menos mientras viva ese gigante de rostro pétreo y mirada insondable llamado Clint Eastwood. Siempre llevaré conmigo la imagen del pistolero sin nombre -el bueno de la trilogía del dólar de Leone- que comparte su cigarro con un soldado moribundo, víctima de la absurda –como todas- guerra de secesión.

Los sábados por la tarde suelo encerrarme a ver mis películas del oeste, sin esposa ni descendencia que interrumpan mi cinefilia. Congruo privilegio de quien, como yo, pasa del medio siglo de trajín.

El caso es que hacia las seis de la tarde llega doña Inés del alma mía, me encuentra encerrado a oscuras en nuestro cuarto y me pregunta con desconfianza: -¿Qué estás haciendo? - entonces le digo que estoy viendo una película que trata de unos mineros que trabajan en las montañas del oeste explotando oro de aluvión de manera artesanal, es decir, respetando el río. Y que, no lejos de allí, hay un poderoso imperio de explotadores industriales de oro que bombardean la tierra con agua a presión para erosionarla y agotar su manto de forma irresponsable,  contaminando los cuerpos de agua con arsénico. No satisfechos con esto, los poderosos industriales quieren apoderarse de la tierra de los mineros artesanales, y en aras de conseguirlo, contratan a un grupo de temibles matones para intimidarlos y despojarlos. Afortunadamente llega como de milagro un predicador, pistolero penitente –Clint Eastwood-, para defender a los artesanos de los bandidos. Finalmente este justiciero solitario acaba hasta con el nido de la perra, redimiendo así a los oprimidos, ¡que ironía!, no con salmos ni con oro, sino con físico plomo.

Pero doña Inés me responde algo molesta: -si no quieres contarme, está bien, pero no me vengas a repetir las noticias de ayer. –Y, en efecto, salvo por el predicador, pistolero penitente, caigo en la cuenta de que en el oeste, pero el oeste antioqueño, los mineros artesanales del bajo Cauca están siendo amenazados, despojados, perseguidos y asesinados por bandas criminales -antes denominadas narco paramilitares-, dedicadas ahora a la explotación indiscriminada del oro, contaminando y dragando el río Nechí y otros tributarios del río Cauca.

Ante la infortunada coincidencia, le insisto a doña Inés Elvira que la película que estaba viendo se llama “El Jinete Pálido”, que es un Western recreado a finales del siglo XIX en el oeste norteamericano, producido, dirigido e interpretado por Clint Eastwood, y que fue estrenado en 1985. Es decir, hace treinta años. Y que si no me cree, pues que vea la película conmigo. Mas, ella intuye el mal negocio que haría en caso de aceptar mi propuesta, y declina la invitación.

De esta anécdota insustancial sólo me queda claro que el western, género que se creía agotado, conserva plena vigencia en nuestra sufrida patria; al menos desde el punto de vista argumental. Y lo peor es que no se prefigura ningún predicador, pistolero penitente, que, como un jinete del apocalipsis, venga a librarnos de los bandidos.

créditos foto: Museum of cinema, www.flickr.com

lunes, 26 de enero de 2015

Bulevar Niza cambió sus gratas terrazas por más locales comerciales

(Créditos foto: Sites.google.com)

Salvo Unicentro, en los años ochentas del siglo pasado no había en Bogotá centros comerciales dignos de consideración. Pero en 1989 se inauguró Bulevar Niza, un novedoso edificio al noroccidente de la ciudad, ubicado en el cruce de la Avenida Suba con la calle 127.

Su diseñador, el arquitecto Germán Samper, le imprimió un estilo particular como de  buque futurista, con un enorme domo circular al centro y unas singulares estructuras metálicas de ventilación en sus extremos, parecidas a los manguerotes de las escotillas náuticas.  Bulevar Niza es un centro comercial generoso en espacios de circulación y luz cenital para deleite de sus visitantes. En el tercer nivel hay una superestructura concebida principalmente para los restaurantes, que simula, a mi juicio, el castillo de proa del barco (y he aquí lo más encantador), donde se extienden varias terrazas, como las cubiertas generosas de un buque anclado a los pies del cerro de Suba, orientadas hacia sus cuatro costados.

Las terrazas con vista al occidente de la ciudad (y aquí debo hablar en pasado) eran la delicia de muchos visitantes, que, como el suscrito en compañía de sus hijos pequeños, disfrutaban el paisaje de los cerros de Suba con sus casitas estilo suizo enmarcadas por los arreboles del atardecer sabatino.  Y allí podíamos durar una hora degustando los helados, manjares y golosinas que venden en el tercer nivel, abanicados dulcemente por el aire libre. Era una dicha pequeña para esa generación urbana de niños nacidos en las postrimerías del siglo XX, que sólo contaba con los centros comerciales como punto de encuentro y esparcimiento. Un balcón amigable para la contemplación del ocaso en medio de la ciudad aturdida.

Pero con la ampliación del centro comercial iniciada en 2013, clausuraron las terrazas.  La gula comercial y el ánimo de lucro desmedido de los copropietarios y administradores de Bulevar Niza pudieron más que la conservación de espacios amables para sus propios clientes. Decidieron "tugurizar" (si se admite el término) el tercer nivel construyendo nuevos locales en las (otrora encantadoras) terrazas para ampliar sus ingresos a costa de la comodidad de los compradores. Se nota la mezquindad en los espacios atiborrados de mesas, donde los clientes no se demoran más de cinco minutos consumiendo, a la carrera y sin gozo, los alimentos comprados.

Quizá una forma poco ortodoxa, pero efectiva, de tomarle la temperatura a la salud mental de la gente sería analizar la manera como disfruta el tiempo libre.  Así por ejemplo, en el tercer nivel del centro comercial Bulevar Niza, uno puede ver a los clientes de sus restaurantes comer con una disposición entre frenética y ausente, acaso asfixiados por la ausencia del aire libre. ¿Tanto trabajar durante la semana para eso? En fin, cada cual disfruta su fin de semana como puede, o como quiere.

Mas, es lo cierto que extraño esos sábados por la tarde asomado con mis hijos al balcón del centro comercial de marras. Hacen falta las terrazas en el centro comercial Bulevar Niza, y en la vida, cómo no. Es importante asomarse de vez en cuando al balcón del alma para tomar el aire fresco de la mañana o aún la brisa melancólica del atardecer, para no condenarnos de antemano a la confinación perpetua.

Que lástima en todo caso!


viernes, 23 de enero de 2015

Elogio del rebuscador




"Trabajando, para el pueblo, trabajandoooooo... /
trabajando en todo momento toda una vida me pasé yo, /
si usted quiere en estos momentos voy a contarle lo que hice yo. /
Para lograr mi mantenimiento, fui cocinero, fui pescador, /
fui carpintero, fui panadero, fui carretero y fui leñador...  /
fui comerciante, fui detallista, casamentero y enterrador, /
luego cartero, luego lechero, chicharronero allá en Bayamón... /
músico poeta y loco, de todo un poco he sido yo"
Canción "Trabajando" (Howy Lewis) cantada por Daniel Santos. Disco "Johnny y Daniel, los Distinguidos", 1.979, Fania Records.

Conviene aclarar de entrada que el rebusque no merece ningún elogio.  Porque el rebusque es sinónimo de precariedad, de opción alternativa a la falta de oportunidades y a la inequidad. Es el acicate de las autoridades para justificar el subempleo y la informalidad, para disfrazar sus estadísticas mendaces, en fin,  es el expediente al que tienen que acudir los más infortunados para no dejarse de morir de hambre.  Elogiar el rebusque sería tanto como elogiar la terapéutica ejercida desde ultratumba por el venerable José Gregorio Hernández, para curar la enfermedad.

El rebuscador, en cambio, y por supuesto la rebuscadora -en nuestro país la pobreza tiene rostro de mujer, dijo acertadamente una de ellas-, son ciudadanos, y aun menores de edad, que con su ingenio  y valentía intentan mitigar los apremios del destino. De esta suerte, los rebuscadores se suben a los buses para vender chocolates de Turquía con dudosa fecha de vencimiento, dan conciertos de arpa para amenizar los “trancones”, y narran cuentos capaces de arrancar sonrisas o lagrimones a los pasajeros abúlicos del transporte público.  Ni el Gobierno ni los empresarios avaros -no todos, desde luego- se ocupan de los rebuscadores. Pero ante su incapacidad para resolver los problemas sociales, los burócratas deciden bautizarlos. Y para tal efecto utilizan eufemismos tan ridículos como: trabajadores informales, habitantes de calle, adultos mayores, menores adultos, adolescentes en riesgo, mujeres cabeza de familia, discapacitados, “migrantes”, recicladores, “prostitución infantil”, ¡háganme el favor!, población vulnerable, y otras lindezas de tenor parecido.

Y los rebuscadores ocupan el espacio público, claro está. Tienden en los  andenes sus colchas con mercancías ordinarias, algunas candorosas, otras extravagantes; sus versiones “pirateadas” de los “best sellers” y de los estrenos cinematográficos; sus carritos adaptados para la venta de chicharrón y perros calientes, sus termos con tinto y agua aromática; sus maromas de saltimbanqui, sus canciones de Celia Cruz con karaoke y parlante de pilas, qué sé yo. Y eso ofende, es lógico, a quienes se  creen dueños del espacio público que accede a sus propiedades privadas.  De manera que llega la autoridad competente a retirar por la fuerza a los rebuscadores, con todo y sus mercancías; y acto seguido, ocupan el espacio público recién evacuado, las camionetas oficiales  de nuestros funcionarios públicos –con toda su caravana de escoltas- que duran estacionadas por horas en los sitios prohibidos, impidiendo el tránsito peatonal por las aceras -como pasa en Usaquén-, mientras ellos comen en los restaurantes de moda  por cuenta de nuestros impuestos.

Pocas veces he visto un cuadro más patético que un camión de la policía con las pertenencias decomisadas a los rebuscadores. Las bicicletas encaramadas a las malas sobre los carritos de hamburguesas lucen desamparadas sin sus dueños; las sombrillas destilan lágrimas terrosas por los pliegues de sus lonas desteñidas, y los cajones de dulces y chicles miran con desesperanza sus entresijos regados por el piso.

-“Aquí no hay oportunidad. Capacidades son las que tengo. Fíjese no más la capacidad de aguante. Pero estoy en desventaja. Cada día empezar de cero, buscando los tres golpes, si tuviera al menos el desayuno asegurado.”  -dice el vendedor del cuento de Aymer Zuluaga. Contundente.  Y eso es precisamente lo que yo elogio del rebuscador: su persistencia, su capacidad de volver a empezar cada día contra todo pronóstico, su desafío al absurdo.  Es que en Colombia “los héroes si existen”.

creditos foto: www.flickr.com