(Iglesia de La Candelaria, Bogotá. Foto de www.bogotatravelguide.com)
Por H. Darío Gómez A.
El Peatón cuenta que…
Aunque no soy un hombre religioso, me atrae el ambiente conventual de las iglesias, tan propicio para la reflexión en medio de la demencia colectiva de la ciudad. Consecuente con lo anterior, ayer entré a la Iglesia de la Candelaria (serían las cinco y cincuenta de la tarde) atraído por los cantos gregorianos que provenían de su interior. Era la música de fondo que ponen los padres Agustinos Recoletos Descalzos para que los feligreses y los turistas, cómo no, puedan apreciar mejor y en un contexto, digamos religioso, las obras de arte colonial que adornan el templo.
Me senté en una de las primeras bancas para admirar el espíritu barroco plasmado en las tallas de madera y en los frescos del techo, recién restaurados, cuando el vigilante, un muchacho peluqueado al estilo militar y con uniforme de gala, me interrumpió amablemente para pedirme el favor de hacer la primera lectura en la misa de seis, a punto de empezar. Me explicó, sin yo pedirlo, que requería mi apoyo ante la tardanza del lector habitual. Es digno de atención el hecho de que el buen hombre viera en mí un espíritu piadoso capaz de transmitir la palabra a los seis feligreses que a la sazón habían acudido a la misa, de modo que acepté de buen grado el encargo, más todavía cuando en el fondo siempre he tenido la secreta ilusión de hablar en público, ser locutor de radio o animador de programas de concurso.
A nadie extrañará, después de lo anterior, que me hubiera posesionado del encargo con la solemnidad requerida para la ocasión. El muchacho de marras me acompañó al atril y me indicó la primera lectura, que para ese día era del libro del Profeta Isaías (7, 1-9). Estaba memorizando en silencio los nombres (Acaz, hijo de Yotán, hijo de Ozías. Rasín, rey de Damasco, y Pecaj, hijo de Romelía, etc) para no tartamudear al momento de mi debut en voz alta, y ya me imaginaba al público (seis almas como quedó dicho) extasiado con el tono de mi voz grave y trascendente, cuando vi que entraba a grandes pasos, casi corriendo, un hombre mayor de aspecto abogadil, de traje y corbata que, sin lugar a dudas, se dirigía hacia mí. Cuando llegó hasta el atril, el sujeto me apartó sin mediar palabra, y sólo atinó a decir:
-venga acá ese libro, yo soy el lector de la palabra.
En otras circunstancias me hubiera retirado sin ofrecer resistencia, pero me ofendió tanto su grosería pestilente que decidí dar la pelea, como suele decirse. Además, la lectura del Profeta Isaías había inspirado mi espíritu batallador, como cuando llegó al heredero de David la noticia de que los sirios acampaban en Efraín, prestos a atacar a Jerusalén. Así que decidí creer en los designios del Señor: “Si no creéis no subsistiréis”. Y yo creí.
-ya tengo preparada la lectura, y procederé en consecuencia- le dije – usted puede leer el salmo responsorial, si quiere – concreté.
Y de inmediato recuperé el libro ante la mirada incrédula del lector oficial, que tampoco era una pera en dulce, acaso de la estirpe ultraconservadora de San Ezequiel Moreno Díaz, el Agustino Recoleto defensor de Cristo Rey, que en la Guerra de los mil días predicó de manera virulenta en contra de los liberales impíos. Lo grave del asunto es que siendo yo del linaje liberal de Rafael Uribe Uribe, prócer, paladín y mártir, el asunto del libro adquirió un tinte de guerra santa.
A esta altura del incidente (serían las seis en punto), el sacerdote no había salido aún a dar la misa, pero el pobre vigilante que me había pedido el favor de hacer la lectura se veía abochornado por la contienda bíblica, si cabe la analogía. El muchacho se me acercó y me rogó retirarme del atril para evitar que lo regañaran, o lo que es mucho peor, que lo sancionaran por el suceso.
– ese señor es malgeniado y me puede acusar con el padre – reiteró angustiado.
Las razones del más débil, ya se sabe, deben ser tenidas en cuenta, de manera que en aras de proteger el empleo del muchacho decidí claudicar, renunciando así a mi futuro como lector sagrado.
Quién no puede decir que hubiera sido para mí el principio de una vida piadosa.
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