Conocí el circo cuando cumplí nueve años. “Tihany”, así se llamaba el circo que erigió su campamento de tres pistas con un aviso luminoso (como de casino de Las Vegas), en un baldío de la carrera séptima con calle veinticuatro, en el barrio Las Nieves de Bogotá, donde subsiste un estacionamiento que los domingos se convierte en el “mercado de pulgas de San Alejo”.
Tengo la impresión de que no fue un espectáculo extraordinario para mi alma infantil, ya que sólo me quedaron recuerdos caliginosos de bailarinas con trajes diminutos y penachos multicolores, y de unos payasos que realizaban su número en un pequeño auto convertible, con un telón de fondo donde proyectaban una película de persecución de carros, como en las comedias de Buster Keaton, mientras ellos salían y entraban con torpeza del vehículo, reemplazando alternativamente al conductor (dueño de una enorme nariz de tomate y con zapatones verdes) que huía a brincos por la pista llevando en su mano enguantada el aro rosado del volante. Eso es todo lo que me quedó grabado. En cualquier caso, nunca olvidé el nombre del circo: “Tihany”.
Porque los circos, aún los más humildes, deben tener un nombre si quieren permanecer en la memoria del público alucinado. Creo que fue el poeta Edmond Jabés quien dijo que para existir se necesita ser nombrado. Siendo así las cosas, hasta los circos que acampan como gitanos en los ejidos de los pueblos tienen nombres que encienden la curiosidad de los niños: “Gran Circo de Tuerquita y Bebé”, “Circo Mágico del Taumaturgo Baltasar”. Otros inventan nombres menos rimbombantes pero que evocan candorosamente la fama de los más exitosos: “Circo de los hermanos Guasca”, qué sé yo.
Pero en las afueras de la ciudad de Bucaramanga, por la transversal metropolitana ganando ya la carretera que conduce a Girón, hay un circo sin nombre. Está enclavado en el fondo de un barranco que se descuelga de uno de los dedos de la meseta parecida a una mano que sostiene la ciudad. Es como si en lugar de brillar con sus luces de fantasía para atraer a los parroquianos quisiera pasar desapercibido al abrigo de los estoraques, esos gigantes de piedra rojiza semejantes a guerreros de terracota esculpidos por el rigor de los tiempos. Quizá se atornilló en ese terreno para no irse jamás, como el circo sempiterno de la ciudad itinerante de Italo Calvino que permanece estático en su solar mientras las caravanas de camiones cargan con los edificios públicos, las plazas, las escuelas, los bancos, los centros comerciales, las fábricas y las viviendas de la urbe rodante, para irse del lugar hasta la siguiente temporada. O acaso es un circo fantasma, que, como un perro viejo, sólo busca un lugar para echarse a descansar después de dibujar un circulo imaginario con su cuerpo.
Desde el taxi que me conduce al aeropuerto de Palonegro por el dedo de la calle 61, que se prolonga en las circunvoluciones de transversal metropolitana, veo el circo sin nombre pasar. Digo mal. Él me ve pasar por la carretera, con esa dejadez de paisano extraviado por el sopor. Yo intuyo, indiscreto, a través de las líneas blancas y azules de la carpa, al domador que cepilla con nostalgia el pelamen de la fiera moribunda, e imagino a la mujer barbuda consintiendo al contorsionista que se hace un ovillo en su regazo. Entonces me estremece una rara sensación de ternura.