Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Circo sin nombre


Conocí el circo cuando cumplí nueve años.  “Tihany”, así se llamaba el circo que erigió su campamento de tres pistas con un aviso luminoso (como de casino de Las Vegas), en un baldío de la carrera séptima con calle veinticuatro, en el barrio Las Nieves de Bogotá, donde subsiste un estacionamiento que los domingos se convierte en el “mercado de pulgas de San Alejo”.  

Tengo la impresión de que no fue un espectáculo extraordinario para mi alma infantil,  ya que sólo me quedaron recuerdos caliginosos de bailarinas con trajes diminutos y penachos multicolores, y de unos payasos que realizaban su número en un pequeño auto convertible, con un telón de fondo donde proyectaban una película de persecución de carros, como en las comedias de Buster Keaton, mientras ellos salían y entraban con torpeza del vehículo, reemplazando alternativamente al conductor  (dueño de una enorme nariz de tomate y con zapatones verdes) que huía a brincos por la pista llevando en su mano enguantada el aro rosado del volante. Eso es todo lo que me quedó grabado. En cualquier caso, nunca olvidé el nombre del circo: “Tihany”.

Porque los circos, aún los más humildes, deben tener un nombre si quieren  permanecer en la memoria del público alucinado.  Creo que fue el poeta Edmond Jabés quien dijo que para existir se necesita ser nombrado.  Siendo así las cosas, hasta los circos que acampan como gitanos en los ejidos de los pueblos tienen nombres que encienden la curiosidad de los  niños: “Gran Circo de Tuerquita y Bebé”, “Circo Mágico del  Taumaturgo Baltasar”. Otros inventan nombres menos rimbombantes pero que evocan candorosamente la fama de los más exitosos:  “Circo de los hermanos Guasca”, qué sé yo.

Pero en las afueras de la ciudad de Bucaramanga, por la transversal metropolitana ganando ya la carretera que conduce a Girón, hay un circo sin nombre.  Está enclavado en el fondo de un barranco que se descuelga de uno de los dedos de la meseta parecida a una mano que sostiene la ciudad. Es como si en lugar de brillar con sus luces de fantasía para atraer a los parroquianos quisiera pasar desapercibido al abrigo de los estoraques, esos gigantes de piedra rojiza semejantes a guerreros de terracota esculpidos por el rigor de los tiempos.  Quizá se atornilló en ese terreno para no irse jamás, como el circo sempiterno de la ciudad itinerante de Italo Calvino que permanece estático en su solar mientras las caravanas de camiones cargan con los edificios públicos, las plazas, las escuelas, los bancos, los centros comerciales, las fábricas y las viviendas de la urbe rodante, para irse del lugar hasta la siguiente temporada. O acaso es un circo fantasma, que, como un perro viejo, sólo busca un lugar para echarse a descansar después de dibujar un circulo imaginario con su cuerpo.

Desde el taxi que me conduce al aeropuerto  de Palonegro por el dedo de la calle 61, que se prolonga en las circunvoluciones de transversal metropolitana, veo el circo sin nombre pasar. Digo mal. Él me ve pasar por la carretera, con esa dejadez  de paisano  extraviado por el sopor.  Yo intuyo, indiscreto,  a través de las líneas blancas y azules de la carpa,  al domador que cepilla con nostalgia el pelamen de la fiera moribunda, e imagino a la mujer barbuda consintiendo al contorsionista que se hace un ovillo en su regazo.  Entonces me estremece una rara sensación de ternura.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

PONTE SALSA EN DOMINGO

(*)Programa institucional de COMFAMA y la emisora LATINA STEREO en Medellín. Foto de H. Darío Gómez A.


Por: H. Darío Gómez A.

En 1938, cuando la Compañía de Jesús le compró a la Gobernación de Antioquia el edificio donde se levanta la iglesia de San Ignacio, en el centro de Medellín, nadie hubiera imaginado que el claustro neoclásico edificado a continuación de una de sus naves laterales (para alojamiento de los estudiantes del colegio y "a la mayor gloria de Dios") se convertiría ochenta años después en un bailadero dominical de salsa brava.

A decir verdad, desde que COMFAMA adquirió el edificio del Colegio San Ignacio para prestar servicios a sus afiliados y a la comunidad, los domingos del claustro son más animados.  Los ejercicios espirituales realizados con rigor militar por los novicios jesuitas durante sus caminatas vespertinas quedaron en la historia. En efecto, hoy en día los domingos de dos a cuatro de la tarde la salsa se toma por asalto el salón principal del edificio, que, como un templo libérrimo para el culto de los bailadores, abre las puertas a todos sus fieles. Allí, en ese recinto presidido por el escudo de la Compañía de Jesús tallado en piedra, entran democráticamente el parcero, la solterona otoñal, la muchacha mofletuda, el estudiante, el ñero, el gringo, la viuda,  la dama cincuentona y distinguida del barrio Laureles, el pensionado, el obrero, el oficinista, el ladrón, el transeúnte, la pareja enamorada y el desempleado. También son dignos de ver los niños que llegan acompañados de sus padres para dar sus primeros pasos de salsa. Porque en esa celebración el ambiente es familiar. Está prohibido el consumo de licor, por demás innecesario, pues allí solo se va a bailar. Ninguna otra pretensión tiene cabida en ese tributo al movimiento.

Medellín, como se sabe, es una ciudad con mucha oferta cultural; la gratuidad de la mayoría de sus eventos es una reivindicación democrática que sus ciudadanos aprecian, respetan y utilizan. Su sentido de pertenencia frente a los bienes públicos consolida la permanencia de sus actividades. Solo en este contexto es explicable ese ambiente de camaradería, esa generosidad entre personas tan distintas. Allí, en ese espacio salsero, no importa si uno es feo, pobre, gordo, bajito, mal vestido o todo lo anterior; siempre habrá una dama dispuesta a bailar, claro está, si se es buen bailador. No saber bailar es el único pecado irredimible en ese templo de la sabrosura.

Un hombre calvo de unos 45 años de edad baila con su pareja un mambo de Pérez Prado. Sus movimientos son eléctricos, frenéticos, al mejor estilo caleño. La mujer se entrelaza, da vueltas, se enreda y desenreda al tiempo que da saltos que terminan en una parada abrupta para volver a coger el compás. La pareja del hombre, quizá su esposa, da la talla; no podría ser de otra manera. Cuando termina el mambo el hombre está empapado en sudor; se dirige hasta un rincón del patio donde tiene su mochila, saca una botella de agua y un pañuelo: bebe, seca el sudor de su cabeza y cuello, bebe nuevamente, se enjuga el sudor de la cara, bebe una vez más. La cosa con él va en serio y así lo confirma su camiseta negra donde se lee en grandes letras blancas, para que todo el mundo sepa: “Mario Salsa”. El hombre regresa al centro del salón donde lo espera su pareja justo cuando empieza a sonar, “A las seis”, del sexteto de Joe Cuba en la voz de Cheo Feliciano. Mario sabe que es el rey del salón, el bailador de paso bravo que no le teme a la charanga, ni al boogaloo, ni al son, ni a la bomba, ni al mambo, ni a la guaracha, ni al guaguancó, ni a la plena. Cuando acaba de bailar regresa, esta vez con su pareja, hasta la mochila de los bastimentos: beben agua, se enjugan el sudor, beben… vuelve y juega. Antes de que inicie otro número con una orquesta en vivo patrocinada por Latina Stereo me acerco a Mario y le pregunto si es bailarín profesional. Sonríe y me dice que no, que es fundidor de profesión, pero lleva la salsa en la sangre desde que aprendió a bailar en Cali, y que solo espera los fines de semana para bailar y mantenerse en forma. La salsa es su felicidad, su razón de ser, el baile su catarsis. Mario Salsa, como los superhéroes de Marvel o DC comics, tiene una doble vida: entre semana es el anodino Mario X que trabaja en una fundición, pero los fines de semana se convierte en “Mario Salsa” el bailador de paso bravo y rey del Claustro San Ignacio. Como Superman, es un hombre de acero, no en vano trabaja en una fundición.

Los domingos la salsa se toma por asalto el Claustro San Ignacio, en el centro de Medellín. Pero los jesuitas ya están acostumbrados al destierro. Durante los últimos trescientos años han sido expulsados varias veces de nuestro territorio por la corona y luego por los gobiernos radicales envidiosos de sus fundaciones y ávidos de sus bienes. En esta oportunidad han sido expulsados por los bailadores de paso bravo, por la gracia de la música del caribe y "a la mayor gloria de Dios AMDG”.
(Claustro San Ignacio, en Medellín. Foto de H. Darío Gómez A.)

Terminada la jornada bailadora en el claustro, echo a andar por la carrera 44, hacia el norte, en busca del parque del periodista, el otro polo salsero del centro de Medellín.

El miedo



Por: H. Darío Gómez A.


Hay miedos metafísicos como los de la obra de Lovecraft, y miedos rales como los que suscitan setenta años de violencia en nuestra dolida patria. Basta leer las paginas rojas del periódico Q'Hubo para entrar en pánico. Todos los días muere gente por atraco, pelea, ajuste de cuentas, en fin, por exceso de fuerza policial, ya no digamos las ejecuciones extrajudiciales, llámeselas como se las quiera llamar. Vivimos con miedo, es verdad, y se entiende, porque estamos a merced de los delincuentes y de una fuerza pública que no es respetada ni querida,  sino temida con justa razón por sus abusos de autoridad, cuando no violencia desmedida o franca alianza con los delincuentes. Pero lo grave del hecho en sí, del miedo, es que no tenemos conciencia de que es una estrategia de dominación del statu quo. ¡Y de qué manera nos lo demostraron los hechos de la semana pasada!, cuando fuerzas oscuras, enemigas del paro, hicieron circular la especie de que hordas de desharrapados, muchos de ellos venezolanos "castrochavistas", cómo no, atentarían contra las casas de los ciudadanos de bien y entrarían a saco para llevarse sus pertenencias, rumores que, en efecto, estuvieron acompañados de conatos de ingreso a los conjuntos residenciales por parte de hampones a sueldo transportados en vehículos oficiales, para aterrar a la gente de bien, incluida mi adorada niña Iné, que me llamó angustiada e impotente porque se estaba entrando la turbamulta al conjunto, lo cual, por fortuna no se materializo (la intención, se sabe, era únicamente generar pánico).

Foucault sostiene en una de sus obras, "Vigilar y Castigar", creo, que por miedo nos sometemos voluntariamente a la vigilancia y control del Estado, para que nos proteja en nuestra vida, honra y propiedad privada; y esa dependencia determina las relaciones de poder, esto es, que renunciamos a la libre expresión y nos aguantamos un gobierno infame con tal de sentirnos protegidos del "extraño que viene a tocar a nuestra puerta" del que habla Sigmund Baumann; sí, hablo del extranjero, del venezolano "castrochavista" con el que nos quiere meter miedo el establecimiento, fomentando así la xenofobia contra un pueblo hermano que nos acogió en el pasado y al cual le debemos solidaridad, tendiendo de esta manera una cortina de humo al desgobierno y deslegitimando la protesta social.

Siendo así las cosas, vivimos en un sistema parecido al panóptico inventado por el utilitarista Jeremías Bentham, resignados a ser vigilados, disciplinados y controlados, con tal de que nos protejan la honra y los bienes, o sea, la propiedad privada. Lo terriblemente irónico del asunto es que, quienes nos protegen, son los mismos que nos están despojando, muchos de ellos aliados con políticos corruptos y delincuentes (cada vez es más difícil establecer la diferencia).

Sin embargo, por lo visto en estos últimos días, la gente ya no está comiendo cuento. Es un buen principio. Entre tanto, que sigan sonando los trastos de la cocina, para que no caigamos en la paila mocha.