(*)Programa institucional de COMFAMA y la emisora LATINA STEREO en Medellín. Foto de H. Darío Gómez A.
Por: H. Darío Gómez A.
En 1938, cuando la Compañía de Jesús le compró a la Gobernación de Antioquia el edificio donde se levanta la iglesia de San Ignacio, en el centro de Medellín, nadie hubiera imaginado que el claustro neoclásico edificado a continuación de una de sus naves laterales (para alojamiento de los estudiantes del colegio y "a la mayor gloria de Dios") se convertiría ochenta años después en un bailadero dominical de salsa brava.
A decir verdad, desde que COMFAMA adquirió el edificio del Colegio San Ignacio para prestar servicios a sus afiliados y a la comunidad, los domingos del claustro son más animados. Los ejercicios espirituales realizados con rigor militar por los novicios jesuitas durante sus caminatas vespertinas quedaron en la historia. En efecto, hoy en día los domingos de dos a cuatro de la tarde la salsa se toma por asalto el salón principal del edificio, que, como un templo libérrimo para el culto de los bailadores, abre las puertas a todos sus fieles. Allí, en ese recinto presidido por el escudo de la Compañía de Jesús tallado en piedra, entran democráticamente el parcero, la solterona otoñal, la muchacha mofletuda, el estudiante, el ñero, el gringo, la viuda, la dama cincuentona y distinguida del barrio Laureles, el pensionado, el obrero, el oficinista, el ladrón, el transeúnte, la pareja enamorada y el desempleado. También son dignos de ver los niños que llegan acompañados de sus padres para dar sus primeros pasos de salsa. Porque en esa celebración el ambiente es familiar. Está prohibido el consumo de licor, por demás innecesario, pues allí solo se va a bailar. Ninguna otra pretensión tiene cabida en ese tributo al movimiento.
Medellín, como se sabe, es una ciudad con mucha oferta cultural; la gratuidad de la mayoría de sus eventos es una reivindicación democrática que sus ciudadanos aprecian, respetan y utilizan. Su sentido de pertenencia frente a los bienes públicos consolida la permanencia de sus actividades. Solo en este contexto es explicable ese ambiente de camaradería, esa generosidad entre personas tan distintas. Allí, en ese espacio salsero, no importa si uno es feo, pobre, gordo, bajito, mal vestido o todo lo anterior; siempre habrá una dama dispuesta a bailar, claro está, si se es buen bailador. No saber bailar es el único pecado irredimible en ese templo de la sabrosura.
Un hombre calvo de unos 45 años de edad baila con su pareja un mambo de Pérez Prado. Sus movimientos son eléctricos, frenéticos, al mejor estilo caleño. La mujer se entrelaza, da vueltas, se enreda y desenreda al tiempo que da saltos que terminan en una parada abrupta para volver a coger el compás. La pareja del hombre, quizá su esposa, da la talla; no podría ser de otra manera. Cuando termina el mambo el hombre está empapado en sudor; se dirige hasta un rincón del patio donde tiene su mochila, saca una botella de agua y un pañuelo: bebe, seca el sudor de su cabeza y cuello, bebe nuevamente, se enjuga el sudor de la cara, bebe una vez más. La cosa con él va en serio y así lo confirma su camiseta negra donde se lee en grandes letras blancas, para que todo el mundo sepa: “Mario Salsa”. El hombre regresa al centro del salón donde lo espera su pareja justo cuando empieza a sonar, “A las seis”, del sexteto de Joe Cuba en la voz de Cheo Feliciano. Mario sabe que es el rey del salón, el bailador de paso bravo que no le teme a la charanga, ni al boogaloo, ni al son, ni a la bomba, ni al mambo, ni a la guaracha, ni al guaguancó, ni a la plena. Cuando acaba de bailar regresa, esta vez con su pareja, hasta la mochila de los bastimentos: beben agua, se enjugan el sudor, beben… vuelve y juega. Antes de que inicie otro número con una orquesta en vivo patrocinada por Latina Stereo me acerco a Mario y le pregunto si es bailarín profesional. Sonríe y me dice que no, que es fundidor de profesión, pero lleva la salsa en la sangre desde que aprendió a bailar en Cali, y que solo espera los fines de semana para bailar y mantenerse en forma. La salsa es su felicidad, su razón de ser, el baile su catarsis. Mario Salsa, como los superhéroes de Marvel o DC comics, tiene una doble vida: entre semana es el anodino Mario X que trabaja en una fundición, pero los fines de semana se convierte en “Mario Salsa” el bailador de paso bravo y rey del Claustro San Ignacio. Como Superman, es un hombre de acero, no en vano trabaja en una fundición.
Los domingos la salsa se toma por asalto el Claustro San Ignacio, en el centro de Medellín. Pero los jesuitas ya están acostumbrados al destierro. Durante los últimos trescientos años han sido expulsados varias veces de nuestro territorio por la corona y luego por los gobiernos radicales envidiosos de sus fundaciones y ávidos de sus bienes. En esta oportunidad han sido expulsados por los bailadores de paso bravo, por la gracia de la música del caribe y "a la mayor gloria de Dios AMDG”.
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