En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.
«Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas… y nos unimos también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la Madre Tierra» (n.92).
Encíclica Laudato Si
Manifiesta el teólogo descalzo, Leonardo Boff, que la encíclica del Papa Francisco, Laudato Si o el cuidado de la casa común, coincide en gran parte con la declaración de principios de “La carta de la Tierra, nuestro hogar”, elaborada con mucho acierto por los ambientalistas del mundo. Subyacen en los documentos en cuestión los valores de empatía, solidaridad y tolerancia que deben gobernar nuestras relaciones entre humanos, especies y generaciones, dentro del nuevo paradigma relacional y holístico a que alude el maestro Boff, el único, según él, capaz de darnos todavía esperanza.
La empatía, sin embargo, es planta escasa en ámbitos opulentos. Por su parte, la solidaridad es una matica exótica que sólo se cría en terrenos áridos, rodeados de carencias (“el pobre no repara”, etc). Lo grave es que la ausencia de tales valores deriva, cómo no, en la intolerancia. O dicho a la manera de las abuelas, para continuar con el refranero popular: “no sabemos (o no queremos saber) la sed con la que otros beben”, de modo que tampoco nos interesa ser solidarios con el prójimo (considerado en el sentido holístico como cualquier ser vivo de esta o de futuras generaciones), que muchas veces vemos como un objeto de uso y eventualmente como una amenaza.
No es sino salir a la calle para encontrarse de frente con la intolerancia, consecuencia lógica de la falta de empatía y solidaridad. Para ilustrar lo dicho traigo a colación esto: circulaba esta mañana a pie por la calzada de una calle cerrada en un barrio residencial, prácticamente sin tráfico vehicular, y a mi lado caminaba una venerable anciana junto al dependiente del supermercado que empujaba el carrito con la compra de la buena señora. Debido a las aceras plagadas de desniveles y trampas mortales para el peatón, resulta imposible circular por el andén sin riesgo de caída, más aún con un carrito de supermercado. Así que era preciso circular por la calzada. De repente nos asustó el pitazo estrepitoso e insistente de una camioneta muy lujosa conducida por una mujer que, no contenta con rompernos los tímpanos, se detuvo una vez nos apartamos de la calzada para insultar al dependiente del supermercado. La venerable anciana, repuesta del susto, apenas pudo musitar un dulce, “vieja histérica”; el muchacho en cambio guardó prudentísimo silencio para no arriesgar su congruo empleo, y yo, por respeto a la ancianita, me tragué un madrazo.
Sea como fuere, ojalá el confesor de la mujer de la camioneta, muy católica a juzgar por el rosario estampado en la carrocería, le recomiende la lectura de la Encíclica del Papa Francisco, para que la energúmena de marras se ponga en los zapatos de las especies “menores”, o sea, los peatones, y se apiade de nuestras vidas frágiles que no por transitar sin carrocería merecemos ser borrados de la faz de la calle.
Y disculpen mis ínfulas trascendentales por traer a colación la Encíclica Laudato Si a una anécdota tan peregrina. Pero, al fin y al cabo, nuestro entorno es relacional y holístico como quedó dicho, o sea, que todo tiene que ver con todo y además el cambio comienza por los pequeños detalles. Amén.
(Cantinflas bailando la canción colombiana "María Cristina")
"México (…) está enviando a gente con un montón de problemas (...). Están trayendo drogas, el crimen, a los violadores (…)” Donald Trump
“No esperes sino veneno en las aguas estancadas” William Blake. La cita, es claro, se aplica a Trump.
Con su ignorancia supina, el inefable magnate del espectáculo asume que todos los americanos desde el río Bravo hacia abajo, pasando por el Caribe y su rosario de islas, hasta las gélidas tierras australes, somos mexicanos. Por su parte, Eugenio Derbez (el comediante mexicano) respondiendo en un acto público llevado a cabo en los Estados Unidos a los señalamientos de Donald Trump, afirmó con su humor característico, que el tristemente célebre millonario “piensa que cada latino en este país es mexicano. Él (Trump) cree que hay diferentes clases de mexicanos. Los mexicanos colombianos, mexicanos puertorriqueños, mexicanos dominicanos (…)” Y aunque parezca un chiste, quizás Trump tenga razón en su percepción de que todos los latinoamericanos somos mexicanos. México es, en efecto, nuestro indiscutible referente cultural. Su música, su literatura, su extraordinaria industria cinematográfica, su gastronomía, sus mariachis (resulta inconcebible una serenata sin ellos), así como sus telenovelas y doblajes han marcado la vida de cuatro generaciones de americanos.
Por supuesto no vale la pena referirse a la torpe generalización de Trump sobre nuestra virtual condición de ilegales, ladrones, narcotraficantes y violadores, porque con el mismo razonamiento que reduce a esquemas la diferencia, podríamos decir que todos los norteamericanos (incluyendo, cómo no, a los pobres canadienses), son intervencionistas, drogadictos, genocidas y torturadores. Y ninguna de las dos premisas es cierta.
Nos queda, entonces, nuestra condición de mexicanos.
Yo, personalmente, como mexicano colombiano no concibo mi infancia sin la presencia de Tin Tan, Cantinflas o Chespirito. Los doblajes de las series norteamericanas son creíbles sólo en las voces mexicanas que, las más de las veces, superan las originales de los actores doblados. Podría afirmarse asimismo que, tanto la música ranchera o norteña, como los boleros interpretados por sus bellas cantantes acompañadas de las orquestas de Luis Arcaraz, Rafael de Paz o Juan García Esquivel, sirvieron de leitmotiv para enamorar a nuestros abuelos. Y ni qué hablar de sus escritores que nos han deleitado e instruido con sus buenas letras. O de sus estupendas bandas contemporáneas como Maná y Molotov. Los mismos Tigres del Norte. Con esta mirada integradora todos los americanos, incluso los del norte, seríamos mexicanos. Como sea, tenemos mucho que agradecerle a la patria de Rulfo, de Arreola, de Paz, de Carlos Monsiváis, de Fuentes, de Elena Poniatowska, de José Emilio Pacheco, de Frida, de Diego, del inmenso Agustín Lara, de Toña la Negra, de Javier Solís, de Pedro Infante, de José Alfredo Jiménez, de Antonio Aguilar, de Alicia Juarez, del Indio Fernández, qué sé yo, hasta de la bella Angélica María, la novia de Mexico (o sea de América Latina). Desde luego el asunto también ha funcionado al contrario. La influencia de los demás países latinoamericanos ha marcado con tinta indeleble la cultura mexicana: el bolero antillano, la cumbia colombiana, el danzón cubano, el tango argentino, por citar sólo cuatro ejemplos.
Quién quita que un día Donald, el “red neck”, con toda su parafernalia de estulticia, amanezca siendo mexicano. Entre tanto, como dijo Derbez: “recuerde, señor Trump, que quienes cocinan sus alimentos en cualquiera de sus restaurantes predilectos pueden ser mexicanos”. Desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.
Circo sin nombre por el dedo de la transversal metropolitana
Conocí el circo cuando cumplí diez años. No digo “a la tierna edad de diez años”, porque entonces había fallecido mi madre y ya era un mocoso insoportable, endurecido por la orfandad prematura atizada por la rigidez castrense de mi padre. De tierno no tenía sino el pellejo. Lo cierto es que el “Tihany” , así se llamaba el circo, estableció su campamento de tres pistas (con su aviso luminoso como de casino de Las Vegas) en un baldío de la carrera séptima con calle veinticuatro, en el barrio Las Nieves de Bogotá, donde todavía subsiste un estacionamiento que los domingos se convierte en el “mercado de pulgas de San Alejo”. Tengo la impresión de que no fue un espectáculo extraordinario para mi alma infantil, ya que sólo me quedaron recuerdos caliginosos de bailarinas con trajes diminutos y penachos multicolores, y de unos payasos que realizaban su número en un pequeño auto convertible con un telón de fondo donde proyectaban una película que simulaba una persecución como en una comedia de Buster Keaton, mientras ellos salían y entraban con torpeza del vehículo, reemplazando alternativamente al conductor (dueño de una enorme nariz de tomate y con zapatones verdes) que huía a brincos por la pista llevando en su mano enguantada el aro rosado del volante. Eso es todo lo que me quedó gravado . En cualquier caso, nunca olvidé el nombre del circo: “Tihany”.
Porque los circos, aún los más humildes, deben tener un nombre si quieren permanecer en la memoria del público alucinado. Creo que fue el poeta Edmond Jabés quien dijo que para existir se necesita ser nombrado. Siendo así las cosas, hasta los circos que acampan como gitanos en los ejidos de los pueblos tienen nombres que encienden la curiosidad de los niños: “Gran Circo de Tuerquita y Cepillín”, “Circo Mágico del Taumaturgo Baltasar”. Otros inventan nombres menos rimbombantes pero que evocan candorosamente la fama de los más exitosos: “Circo de los hermanos Guasca”, qué sé yo.
Pero en las afueras de la ciudad de Bucaramanga, ganando ya la carretera que conduce a Girón, hay un circo sin nombre. Está enclavado en el fondo de un barranco que se descuelga de uno de los dedos de la meseta (parecida a una mano, creo haberlo dicho) que sostiene la ciudad. Es como si en lugar de brillar con sus luces de fantasía para atraer a los parroquianos quisiera pasar desapercibido al abrigo de los estoraques, esos gigantes de piedra rojiza semejantes a guerreros de terracota esculpidos por el rigor de los tiempos. Quizá se atornilló en ese terreno para no irse jamás, como el circo sempiterno de la ciudad itinerante de Italo Calvino que permanece estático en su solar mientras las caravanas de camiones cargan con los edificios públicos, las plazas, las escuelas, los bancos, los centros comerciales, las fábricas y las viviendas de la urbe rodante, para irse del lugar hasta la siguiente temporada. O acaso es un circo fantasma, que, como un perro viejo, sólo busca un lugar para echarse a descansar después de dibujar un circulo imaginario con su cuerpo.
Desde el taxi que me conduce al aeropuerto de Palonegro por el dedo de la calle 61, que se prolonga en las circunvoluciones de transversal metropolitana, veo el circo sin nombre pasar. Digo mal. Él me ve pasar por la carretera, con esa dejadez de paisano extraviado por el sopor. Yo intuyo, indiscreto, a través de las líneas blancas y azules de la carpa, al domador que cepilla con nostalgia el pelamen de la fiera moribunda, y prefiguro a la mujer barbuda consintiendo al contorsionista que se hace un ovillo en su regazo. Entonces me estremece una rara sensación de ternura.
Arrellanado en la cama de mi cuarto de hotel, el "Chicamocha", por más señas, disfruto la lectura de la guía turística de Santander editada por Cotelco, después de una jornada extenuante de seis horas de conferencias sobre Seguridad Social en la Cámara de Comercio de Bucaramanga. El ejercicio me resulta agradable, pues soy amante de “las bravas tierras de Santander”, como dice la canción de Jorge Villamil, y además el destino me ha permitido recorrer un pedacito de cada una de sus seis gratas provincias. Sigo hojeando la revista de Cotelco para encontrar fotos de los atractivos turísticos de Bucaramanga y su área metropolitana. Veo modernos edificios, puentes extra largos, parques temáticos con "Santísimos" y sin ellos, en fin, formidables obras de arquitectura e ingeniería que adornan la Ciudad Bonita y demuestran su pujanza. Y claro, en las fotos de sus lujosos hoteles y centros comerciales, gente igualmente bonita y elegante, pero de una belleza editada y artificial, como extranjera, diferente a la hermosura endémica y natural que cunde en las tierras santandereanas. De modo que para encontrarme con la verdadera santandereanidad, me apresto a iniciar mi viaje a pie y en bus, cómo no, por las márgenes de la ciudad verdadera, es decir, sin editar por Cotelco. Podría decirse acaso que la meseta donde se asienta la ciudad de Bucaramanga es como una mano que extiende sus dedos hacia el occidente, por manera que en el dorso, cerca de la muñeca y recostada en los cerros orientales, está la Cabecera del llano con sus imponentes casas emblemáticas, al menos las que han sobrevivido al crecimiento vertical y desmemoriado de la ciudad. En la mitad de la mano, no podía ser de otra manera, están algunas de sus instituciones más importantes como el Teatro Santander, patrimonio cultural (y vergonzante) de la ciudad en eterna restauración, el Centro Cultural del Oriente, ambos en el marco del Parque Centenario, la biblioteca Gabriel Turbay, en fin, la sapiente Universidad Industrial de Santander.
(Fotos de H. Darío Gómez A.)
Ahora bien, al igual que los dedos de una mano, cada uno de los dígitos correspondientes a la meseta de marras tiene su connotación particular. La calle 36, por ejemplo, desde el parque García Rovira hacia el oriente, es el dedo burocrático. Comenzando por la uña, que podría ser el marco del parque, se encuentran los Juzgados Administrativos, la Gobernación de Santander, la Alcaldía de Bucaramanga y el Palacio de Justicia. Más al oriente, por el mismo eje abogadil, está la DIAN y luego la Cámara de Comercio. Se respira en el ambiente el polvo de los mamotretos judiciales o gubernativos y el tufo de los Cafés donde apuran un tinto entre diligencias, tinterillos acuciosos y juristas encopetados. Lo anterior, claro está, sin perjuicio del comercio tradicional de la calle 36 y el rebusque informal de las carreras aledañas que le dan ese toque de mercado persa, típico de nuestras grandes ciudades, pero sobre todo de aquellas cuyos habitantes tienen una clara vocación de comerciantes, como pasa en Santander. No cesan los pregones del comercio en la 36, algunos, no es raro, con franco acento antioqueño. El dedo de la calle 45, por su parte, es el más truculento. Como en el bolero de Daniel Santos (“el juego de la vida”), allí se encuentran abiertas las puertas “del hospital y la cárcel, la iglesia y el cementerio”: dos cárceles, un hospital psiquiátrico, el cementerio central, la morgue del Instituto de Medicina Legal y las iglesias de varias denominaciones son prueba fehaciente de lo dicho. Finalmente, y no por falta de más dedos sino de tiempo para recorrerlos en este viaje, está el dedo de la calle 56 que se prolonga hasta el complejo residencial de Plaza Mayor, en la Ciudadela Real de Minas, levantado en los años ochentas del siglo pasado sobre lo que fuera el Aeropuerto Gómez Niño, símbolo de la temeraria aeronáutica regional y la pericia de nuestros pilotos vernáculos. Más de un avión cayó en los barrancos interdigitales de la meseta, o lo que es mucho peor, se metió sin permiso en las casas de los inocentes vecinos del aeropuerto. Este error hubo de corregirse más tarde con la construcción del aeropuerto de Palonegro, en el municipio de Lebrija, adosado a otro barranco, pero lejos de la Ciudad Bonita para indemnidad de sus habitantes. Hoy sus residentes, con menos vocación aérea y los pies bien puestos en la tierra, ya no son proclives a fallecer en un siniestro aéreo aún sin comprar pasaje (lo que parecía un imposible teórico), como sucedía en los tiempos del Aeropuerto Gómez Niño.
Como sea, lo cierto es que empecé esta guía zurda de Bucaramanga para afirmar mi amor incondicional por las tierras santandereanas; y si Dios lo permite, continuaré mi recorrido en una próxima entrega.