«Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas… y nos unimos también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la Madre Tierra» (n.92).
Encíclica Laudato Si
Manifiesta el teólogo descalzo, Leonardo Boff, que la encíclica del Papa Francisco, Laudato Si o el cuidado de la casa común, coincide en gran parte con la declaración de principios de “La carta de la Tierra, nuestro hogar”, elaborada con mucho acierto por los ambientalistas del mundo. Subyacen en los documentos en cuestión los valores de empatía, solidaridad y tolerancia que deben gobernar nuestras relaciones entre humanos, especies y generaciones, dentro del nuevo paradigma relacional y holístico a que alude el maestro Boff, el único, según él, capaz de darnos todavía esperanza.
La empatía, sin embargo, es planta escasa en ámbitos opulentos. Por su parte, la solidaridad es una matica exótica que sólo se cría en terrenos áridos, rodeados de carencias (“el pobre no repara”, etc). Lo grave es que la ausencia de tales valores deriva, cómo no, en la intolerancia. O dicho a la manera de las abuelas, para continuar con el refranero popular: “no sabemos (o no queremos saber) la sed con la que otros beben”, de modo que tampoco nos interesa ser solidarios con el prójimo (considerado en el sentido holístico como cualquier ser vivo de esta o de futuras generaciones), que muchas veces vemos como un objeto de uso y eventualmente como una amenaza.
No es sino salir a la calle para encontrarse de frente con la intolerancia, consecuencia lógica de la falta de empatía y solidaridad. Para ilustrar lo dicho traigo a colación esto: circulaba esta mañana a pie por la calzada de una calle cerrada en un barrio residencial, prácticamente sin tráfico vehicular, y a mi lado caminaba una venerable anciana junto al dependiente del supermercado que empujaba el carrito con la compra de la buena señora. Debido a las aceras plagadas de desniveles y trampas mortales para el peatón, resulta imposible circular por el andén sin riesgo de caída, más aún con un carrito de supermercado. Así que era preciso circular por la calzada. De repente nos asustó el pitazo estrepitoso e insistente de una camioneta muy lujosa conducida por una mujer que, no contenta con rompernos los tímpanos, se detuvo una vez nos apartamos de la calzada para insultar al dependiente del supermercado. La venerable anciana, repuesta del susto, apenas pudo musitar un dulce, “vieja histérica”; el muchacho en cambio guardó prudentísimo silencio para no arriesgar su congruo empleo, y yo, por respeto a la ancianita, me tragué un madrazo.
Sea como fuere, ojalá el confesor de la mujer de la camioneta, muy católica a juzgar por el rosario estampado en la carrocería, le recomiende la lectura de la Encíclica del Papa Francisco, para que la energúmena de marras se ponga en los zapatos de las especies “menores”, o sea, los peatones, y se apiade de nuestras vidas frágiles que no por transitar sin carrocería merecemos ser borrados de la faz de la calle.
Y disculpen mis ínfulas trascendentales por traer a colación la Encíclica Laudato Si a una anécdota tan peregrina. Pero, al fin y al cabo, nuestro entorno es relacional y holístico como quedó dicho, o sea, que todo tiene que ver con todo y además el cambio comienza por los pequeños detalles. Amén.
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