(Foto de H. Darío Gómez A.)
Arrellanado en la cama de mi cuarto de hotel, el "Chicamocha", por más señas, disfruto la lectura de la guía turística de Santander editada por Cotelco, después de una jornada extenuante de seis horas de conferencias sobre Seguridad Social en la Cámara de Comercio de Bucaramanga. El ejercicio me resulta agradable, pues soy amante de “las bravas tierras de Santander”, como dice la canción de Jorge Villamil, y además el destino me ha permitido recorrer un pedacito de cada una de sus seis gratas provincias.
Sigo hojeando la revista de Cotelco para encontrar fotos de los atractivos turísticos de Bucaramanga y su área metropolitana. Veo modernos edificios, puentes extra largos, parques temáticos con "Santísimos" y sin ellos, en fin, formidables obras de arquitectura e ingeniería que adornan la Ciudad Bonita y demuestran su pujanza. Y claro, en las fotos de sus lujosos hoteles y centros comerciales, gente igualmente bonita y elegante, pero de una belleza editada y artificial, como extranjera, diferente a la hermosura endémica y natural que cunde en las tierras santandereanas.
De modo que para encontrarme con la verdadera santandereanidad, me apresto a iniciar mi viaje a pie y en bus, cómo no, por las márgenes de la ciudad verdadera, es decir, sin editar por Cotelco.
Podría decirse acaso que la meseta donde se asienta la ciudad de Bucaramanga es como una mano que extiende sus dedos hacia el occidente, por manera que en el dorso, cerca de la muñeca y recostada en los cerros orientales, está la Cabecera del llano con sus imponentes casas emblemáticas, al menos las que han sobrevivido al crecimiento vertical y desmemoriado de la ciudad. En la mitad de la mano, no podía ser de otra manera, están algunas de sus instituciones más importantes como el Teatro Santander, patrimonio cultural (y vergonzante) de la ciudad en eterna restauración, el Centro Cultural del Oriente, ambos en el marco del Parque Centenario, la biblioteca Gabriel Turbay, en fin, la sapiente Universidad Industrial de Santander.
(Fotos de H. Darío Gómez A.)
Ahora bien, al igual que los dedos de una mano, cada uno de los dígitos correspondientes a la meseta de marras tiene su connotación particular. La calle 36, por ejemplo, desde el parque García Rovira hacia el oriente, es el dedo burocrático. Comenzando por la uña, que podría ser el marco del parque, se encuentran los Juzgados Administrativos, la Gobernación de Santander, la Alcaldía de Bucaramanga y el Palacio de Justicia. Más al oriente, por el mismo eje abogadil, está la DIAN y luego la Cámara de Comercio. Se respira en el ambiente el polvo de los mamotretos judiciales o gubernativos y el tufo de los Cafés donde apuran un tinto entre diligencias, tinterillos acuciosos y juristas encopetados. Lo anterior, claro está, sin perjuicio del comercio tradicional de la calle 36 y el rebusque informal de las carreras aledañas que le dan ese toque de mercado persa, típico de nuestras grandes ciudades, pero sobre todo de aquellas cuyos habitantes tienen una clara vocación de comerciantes, como pasa en Santander. No cesan los pregones del comercio en la 36, algunos, no es raro, con franco acento antioqueño.
El dedo de la calle 45, por su parte, es el más truculento. Como en el bolero de Daniel Santos (“el juego de la vida”), allí se encuentran abiertas las puertas “del hospital y la cárcel, la iglesia y el cementerio”: dos cárceles, un hospital psiquiátrico, el cementerio central, la morgue del Instituto de Medicina Legal y las iglesias de varias denominaciones son prueba fehaciente de lo dicho.
Finalmente, y no por falta de más dedos sino de tiempo para recorrerlos en este viaje, está el dedo de la calle 56 que se prolonga hasta el complejo residencial de Plaza Mayor, en la Ciudadela Real de Minas, levantado en los años ochentas del siglo pasado sobre lo que fuera el Aeropuerto Gómez Niño, símbolo de la temeraria aeronáutica regional y la pericia de nuestros pilotos vernáculos. Más de un avión cayó en los barrancos interdigitales de la meseta, o lo que es mucho peor, se metió sin permiso en las casas de los inocentes vecinos del aeropuerto. Este error hubo de corregirse más tarde con la construcción del aeropuerto de Palonegro, en el municipio de Lebrija, adosado a otro barranco, pero lejos de la Ciudad Bonita para indemnidad de sus habitantes. Hoy sus residentes, con menos vocación aérea y los pies bien puestos en la tierra, ya no son proclives a fallecer en un siniestro aéreo aún sin comprar pasaje (lo que parecía un imposible teórico), como sucedía en los tiempos del Aeropuerto Gómez Niño.
Como sea, lo cierto es que empecé esta guía zurda de Bucaramanga para afirmar mi amor incondicional por las tierras santandereanas; y si Dios lo permite, continuaré mi recorrido en una próxima entrega.
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