Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Nada como el porro colombiano (a propósito de la inclusión del término vallenato por la academia de la Lengua)

Nada como el porro colombiano....

Eso comentaba yo hace unos meses en el “Salón Málaga” de Medellín mientras disfrutaba  con unos amigos una cerveza helada al calor de ese aire musical colombiano que interpretaba, a la sazón, un versátil dúo de teclado y guitarra. Una turista española me interpeló para aclararme, muy convencida ella, que el porro californiano es mucho mejor. Ofendido por la ignorancia atrevida de la muchacha en cuanto a nuestro género musical, le insistí en que el porro (como la cumbia) sólo puede ser colombiano, si bien tiene grandes intérpretes en otros países latinoamericanos. Entonces la españolita se excusó diciéndome que ella se refería a otra cosa. Yo  también me sentí avergonzado por mi defensa tan vehemente del porro equivocado, de modo que le ofrecí disculpas, aduciendo torpemente (peor la disculpa que la culpa) que yo de marihuana sé más bien poco.

Pero revisemos el origen de esta confusión tan trivial: el error, creo yo, provino de mi comentario, como quiera que sobraba el adjetivo “colombiano”, ya que, como se afirmó anteriormente, el porro es colombiano por antonomasia. No obstante, llama la atención que el diccionario de la RAE no traiga en ninguna de sus acepciones de porro la de (se me ocurre en este instante): festivo aire musical del Caribe colombiano, resultado del sincretismo cultural indígena, africano y europeo, arraigado en la cuenca del río Sinú (¡ah, caramba!). Y en cambio sí trae en su tercera acepción la de: cigarrillo liado, de marihuana, o de hachís mezclado con tabaco”. Comprensible, entonces, la afirmación de la jovencita (que sus razones tendría para ponderar el porro californiano), y el equivocado era yo pues de esos porros desconozco, no tanto por mi virtud cardinal de la templanza, que la tengo escasa (debo confesar que me gusta el aguardiente antioqueño) sino porque nunca me la ofrecieron, y ahora, con medio siglo de vida encima, no voy a empezar a fumarla.

¡Ah! pero el porro sabanero ...... ese si es una delicia para los oídos, un elíxir para alegrar el alma, un resorte que pone en movimiento hasta las caderas de un tullido. El porro puede ser “tapao” o “palitiao”, o bien fusionado con la cumbia, con la salsa dura y aun con el jazz, como esa  descarga magistral denominada “Mondongo” (diez minutos de sabor), compuesta, si no estoy mal, por Francisco Paredes e interpretada por los “Corraleros de Majagual”. No en vano las tierras Sinuanas, y en general las playas de  nuestro Caribe, han exportado grandes jazzistas iniciados en los sabrosos rítmos costeños como  Justo Almario, Jorge E. Fadul, Julio Arnedo (el padre), Joe Madrid, Armando Manrique (Manricura) y Gabriel Rondón, entre otros músicos del litoral atlántico. En fin, podría extenderme en prosa profana e inútil citando piezas como Carmen de Bolivar -de Lucho Bermudez-Micaela y la puerca -de Luis Carlos Meyer-, el pájaro picón, quiero amanecer y golfo de Morrosquillo -interpretados por don Pedro Laza y sus Pelayeros-, mi cafetal, don Eliseo o el vaquero. Mas es lo cierto que la música, como el amor,  no están para ser definidos sino para disfrutarlos con el corazón y los sentidos. De modo que comparto con mis queridos colegas peatones un porro que me gusta mucho: "La vaca vieja" de Clímaco Sarmiento, pieza musical interpretada por la orquesta venezolana Billos Caracas boys. Canta Cheo García.

Así las cosas, teniendo en cuenta que en la “Torre de Babel” hispanoamericana, uno nunca sabe si pisa culebra o pisa bejuco, aclaro, para que nadie se llame a engaño, que NO HAY NADA COMO EL PORRO, a secas.

domingo, 17 de diciembre de 2017

No fue hurto agravado, fue un rapto de amor


Redacción El Espectador, 7 de diciembre de 2017 "En Melbourne, Australia, un sujeto ingresó a un local de venta de juguetes sexuales y raptó a la muñeca avaluada en 4.500 dólares. Las autoridades están en búsqueda del individuo"

El mundo está necesitado de amor.  Una verdad de Perogrullo que no tenemos tiempo de asimilar por estar navegando en ese mar espeso e inefable de la virtualidad. Pero cuando apagamos el dispositivo electrónico desaparece como por arte de birlibirloque el grupo de WhatsApp. Y nos quedamos completamente solos, sin amigos, sin un amor que nos comprenda como dice el bolero, es decir, en esa soledad esotérica de la tercera acepción del diccionario RAE: “Pesar y melancolía que se siente por la ausencia de alguien”.  Ya no digamos carentes del cariño paliativo de una mascota, no por falta de disposición sino de espacio, en fin, huérfanos de afecto. 

Son muchas las razones para ser un marginado afectivo: ser pobre, feo, tímido, huraño, qué sé yo, todos los anteriores. Y ante la imposibilidad de acceder al amparo de una Teresa de Calcuta de los servicios sexuales que los provea por piedad (se han dado casos de entrega caritativa dignos de encomio), sólo queda la posibilidad de raptar una novia de hule para no llegar a la desesperación.

A riesgo de teorizar sin fundamento, barrunto que tal fue el caso del australiano que decidió hurtar una muñeca erótica en un negocio de Melbourne. Imagino que el pobre hombre se enamoró de la muchacha elástica de la vitrina del sex shop (acaso fue amor a primera vista) y planeó su delito con más pasión que inteligencia, a juzgar por su burda incursión en la tienda “sexi land”  de donde hurtó a Dorothy, “la muñeca sexual más costosa y famosa de Australia”, según señaló el despacho noticioso. En efecto, los medios de comunicación informaron que el hombre forzó la puerta del local con una cizalla, entró, y en menos de cinco minutos salió con la muchacha plástica en hombros, huyendo en una camioneta blanca. El hecho en sí, el asunto más del corazón que del código penal (aquí no sirve la criminología), quedó registrado en las cámaras de seguridad del sector, por lo que las autoridades esperan dar muy pronto con el amante desesperado.

Yo, francamente, espero que no den con él, al menos hasta que haya tenido la oportunidad de conocer mejor a Dorothy, su adorada novia de hule. En todo caso, si lo pillan, el hombre siempre podrá argüir a su favor, como atenuante, que no se trató de un hurto sino de un rapto de amor, sentimiento que, como se sabe, no tiene precio. Ni siquiera cuatro mil quinientos dólares australianos.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Juego de palabras


Yo, francamente, supe hasta hace pocos años que el juego de palabras que  utilizaba mi padre por chacota, para ponernos a pensar, se llama jitanjáfora.  Es una figura gramatical que trastoca de manera deliberada las palabras que la conforman para obtener un significado absurdo. Este artificio retórico aprovecha convenientemente el disparate y, en tal virtud, es caro a los niños que lo disfrutan más que la aburrida gramática. Según los entendidos, “una variante de este recurso vanguardista, consiste en alterar la morfología de las palabras dislocando sus morfemas y pasándolos a otras palabras adyacentes”. ¡Ah, caramba!  

En nuestra querida patria, un viejito que como estadista fue buen escritor (en su gobierno perdimos a Panamá mientras el rimaba de lo lindo), por buen nombre José Manuel Marroquín (1827-1908),  cultivó el juego de palabras en la modalidad antedicha. De su puño y letra es conocida la siguiente jitanjáfora:

La Serenata

“ Ahora que los ladros perran,
ahora que los cantos gallan,
ahora que, albando la toca,
las altas suenas campanan,

y que los rebuznos burran
y que los gorjeos pájaran  
y que los silbos serenan 
y que los gruños marranan, 

y que la aurorada rosa
los extensos doros campa,
perlando líquidos viertas
cual yo lágrimo derramas,

yo, fritando de tirito,
si bien el abrasa almada,
vengo a suspirar mis lanzos
ventano de tus debajas.

Tú, en tanto, duerma tranquiles
en tu camada regala,
ingratándote así, burla,
de las amas del que te ansia.

¡Oh, ventánate a tu asoma!
¡Oh, persiane un poco la abra,
y suspire los recibos
que este pecho exhalo amanta!

Ven, endecha las escuchas
en que mi exhala se alma
y que un milicio de músicas
me flauta con su acompaña.

En tinieblo de las medias
de esta madruga oscurada,
ven y haz miradar tus brillas
a fin de angustiar mis calmas.

Estas tus arcas son cejos
con que, flechando disparas,
Cupido pecha mi hiero
y ante tus postras me planta;

tus estrellos son dos ojas,
tus rosos son unas labias,
tus perles son como dientas,
tu palme como una talla;

tu cisno es como el de un cuelle
un garganto tu alabastra,
tus tornos hechos a brazo,
tu reinar como el de una anda.

Y por eso horo a estas vengas
a rejar junto a tus cantas
y a suspirar mis exhalos
ventano de tus debajas"


Así cantaba Calixto
a las ventanas de Carmen,
de Carmen, que, desdeñosa,
ni aun se acuerda de olvidarle....”

Esto de hablar trastocado resulta útil a los políticos para confundir a sus electores. Quizás el viejito Marroquín ya lo había descubierto hace más de un siglo. ¿Cuándo tendremos líderes diligentes y probos?


Quizás cuando los maullos gaten. Mientras tanto me quedaré acá panoreando el contemplama.

"En los llanos del setenta", patrimonio inmaterial de la humanidad


En buena hora Unesco declaró los cantos de vaquería de los llanos de Venezuela y Colombia como patrimonio inmaterial de la humanidad. El galerón llanero, que recoge en hermosos versos las rimas consonantes que terminan con la sílaba “ao” tiene, como afirmaba el maestro Guillermo Abadía Morales, la función de arrullar al ganado mientras es conducido por los vaqueros a través de las extensas llanuras cruzadas  por el Arauca, el Meta y el Orinoco, que no son ríos Venezolanos ni Colombianos sino llaneros. Porque la frontera en esa inmensidad es una convención inexistente.  Es una seguidilla de puntos y rayas en la abstracción de un mapa, innecesaria por demás para los bravos vaqueros que arrean ganado a uno y otro lado sin importar su nacionalidad.

Hay un hermoso galerón, de autor desconocido (colombiano o venezolano, lo mismo da) como corresponde consecuentemente con el entorno descrito, que tiene versiones diferentes a lo largo de   la llanura colombo-venezolana.  Se trata del canto denominado “En los llanos del setenta”, cuyos versos retratan de manera fiel la bravura del vaquero durante sus jornadas arreando ganado.  Por su extensión  me limito a transcribir de memoria los versos que aprendí  desde pequeño, acaso porque el disparate y la exageración que nos hacen reír son más elocuentes en la mente de un niño que la prosa aburrida y trascendente. El curioso lector sabrá perdonar alguna omisión o error de la memoria que, en todo caso, como dijera Borges, es una secreta corrección.

En los llanos del setenta
(Galerón llanero, fragmento)
(…)Yo le dije al mayordomo
que me tenía contratao:
écheme ese toro ajuera
del espinazo bragao
hijo de la vaca mora 
y el toro rabipelao
pa sacarle aquí una suerte
con esta señora al lao.
Al animal me le abrí
con el trapo desdoblao;
le saqué cuarenta lances
y lo dejé arrodillao (...)
Y el mayordomo me dijo:
Usté ya vendrá almorzao;
yo le dije al mayordomo:
Apenas desayunao:
Cuatro platos de cuchuco
Un almú de maíz tostao,
Tres tazas de güevos tibios
 una ración de pescao,
Tres costillas de marrano
Y una totuma e´cacao.
Si me lo dan lo trago
Y si no, aguanto callao,
Me llaman el cuarenta muelas
Y a nadien las he mostrao
Y si las llegare a mostrar
Juera el sol clisao,
la luna chorriando sangre
y el mundo todo trocao:
las nubes echando chispas,
los cerros envolcanaos,
las lagunas de parriba
y los ríos evaporaos,
los astros todos regüeltos
y el mesmo Dios asustao
(…)"
Y estos son los versos que me vinieron a la memoria justo ahora que Unesco, en buena hora, declaró los cantos de vaquería de los llanos colombo-venezolanos como patrimonio inmaterial de la humanidad

martes, 4 de julio de 2017

Tony, el gozque de la cuadra (ni siquiera hay foto)


Hoy tengo necesidad de hablar de Tony, un amigo de la infancia. Tony no es nombre de perro como tampoco lo es Trostky, pero la gente tiene sus mañas y se deja llevar por la moda. Cuando yo era pequeño estaba en boga nombrar Trotsky a los canes. Sólo hasta la adolescencia, en clase de historia, vine a saber que un político ruso fue bautizado con nombre de perro, un tal Trotsky. Pobre. Parece que el apelativo en cuestión determinó su sino fatal. El buen hombre fue perseguido y luego ultimado como un perro, en fin, una ironía de la vida o más bien de la muerte. Lo cierto es que Tony tampoco es nombre canino, como quedó dicho, pero estaba de moda y así fue bautizado por su amo original, el celador de una construcción cerca de mi casa que tuvo a bien abandonarlo cuando culminó la obra.

Librado a su suerte, Tony pasó la primera noche de abandono echado al pie de la caseta de vigilancia ya desierta. Mamá Sofía, mi abuela adorada, al verlo en indigencia se compadeció del perro y me mandó a llevarle algo de comida. La siguiente noche el animalito, agradecido, se acercó hasta el zaguán de mi casa donde mamá Sofía le tendió un pedazo de tapete para resguardarlo del frío bogotano. Así, gracias al amor al prójimo de mi abuela (porque ella me enseñó que los animales y las plantas son nuestros pares en la vida), comenzó el proceso  irregular de adopción de Tony. Hubo que lavarlo y desparasitarlo, cómo no, pero al mes siguiente nuestro perro, que ya formaba parte de la familia Gómez Ahumada, comía y dormía plácidamente bajo la cubierta del jardín interior. Sin embargo, durante el día cumplía con el rigor de una sentencia su oficio de perro callejero de la cuadra. Tony jugaba fútbol con mis amigos del barrio y caminaba conmigo hasta el colegio Calasanz, que estaba a veinte cuadras de la casa. Al principio tuve que tirarle piedras para que se devolviera, pero muy pronto se acostumbró. De suerte que cuando llegábamos hasta la autopista con la calle cien, yo atravesaba la vía para entrar al colegio y él sabía que debía retornar a la cuadra.

Lo que le faltaba a Tony de pedigrí le sobraba de corazón. Quiero recordarlo antes de que su imagen querida se diluya en mi mente, pues entre los recuerdos familiares no hay fotos de nuestro perro. De hecho hay muy pocas fotos mías entre los once y los dieciocho años. No se estilaba. La vida privada era asunto de uno mismo. Hoy se tiene una necesidad patológica de dejar registro mediático de todos los actos de la vida antes de la extinción inevitable.


No puedo decir que Tony fuera un perro hermoso. Era un gozque tan corriente como las decenas de “Tonys” que fueron abandonados en Santa Paula cuando terminaron las obras del barrio, al final de los años setentas. Tenía el pelo amarillo tostado, las patas cortas en relación con su cuerpo más bien alargado, ojos tristes de callejero y la cola erguida que le daba cierto toque de distinción.  Tampoco hablaré de su nobleza porque ese es un valor perruno por antonomasia. Sin embargo fue un quiltro sin igual hasta que tocó aplicarle la eutanasia para evitarle los dolores insoportables de la vejez. Lo dio todo sin esperar nada a cambio, sin avaricia, como hacen los verdaderos amigos. Corresponde ahora saldar mi deuda de gratitud con Tony. Vale.

miércoles, 14 de junio de 2017

La anacrónica costumbre bogotana de tomar onces



Video etnográfico de Alejandro Gómez Bedoya, Realizador de Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Colombia, Maestrante de Estudios Artísticos de la ASAB

miércoles, 10 de mayo de 2017

El Biblocarrito R 4 de Laura y Arco


(Laura y el Biblocarrito R 4 en FILBO 2017. Foto de H: Darío Gómez A)

El 6 de mayo de 2017 no había nada nuevo que ver en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Sin embargo, me dio por visitarla para perderme en la muchedumbre que asistió el sábado de marras. Una pulsión extraña invadió mi índole solitaria, obligándome a mutar temporalmente en hombre-masa,  al menos hasta que recuperé mi individualidad después de abandonar la turbamulta.

En cualquier caso, mi arrebato masoquista  tuvo su compensación,  pues entre la multitud de noveleros pude rescatar un tesoro extraordinario: una curiosa biblioteca rodante montada en un viejo Renault 4

¿Qué colombiano, mayor de treinta años, puede decir sin llamarse a engaño que no lleva en el alma un Renault 4? Ninguno. En efecto, el simpático carrito de origen francés es la esencia misma de la colombianidad, aunque suene paradójico. Curioso eso de recordar a un vehículo como a un ser querido. Pero aquello del recuerdo es tan subjetivo que a veces comenzamos a creer con Heine, el poeta, que somos el sueño de un Dios adormecido por el vino y que cuando despierte desapareceremos sin saber que hemos existido. Ahora bien, si el vehículo en cuestión es, además, una biblioteca ambulante, el asunto adquiere un tinte épico.

No menos encantadora es la pareja de jóvenes (Laura y Arco) que concibió y llevó a cabo el proyecto de llevar la cultura y el entretenimiento del libro a las comunidades con dificultad de acceso al sistema de bibliotecas públicas, en los ejidos de la ciudad.

El biblocarrito R4, como lo llaman sus dueños con cariño, trajo a mi memoria la película “Trafic” de Jacques Tatí, cuyo personaje central es precisamente una furgoneta Renault 4, algo surrealista,  diseñada por el inefable Sr. Hulot para contener en su habitáculo diminuto una casa con todas sus instalaciones y servicios. Pues bien, el biblocarrito de Laura y Arco, menos surrealista si se quiere, contiene, sin embargo, toda una biblioteca, es decir, el universo para entregarlo a domicilio a los lectores que habitan los márgenes de nuestra frenética ciudad. Cómo no enamorarse uno del biblocarrito R 4.

Invito, pues, a los visitantes de la pata al suelo a colaborar con la gesta cultural de Laura y Arco donando libros. Para contactarlos, escribir a: arcodgv@gmail.com

Vale

viernes, 28 de abril de 2017

La France en Colombie en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, 2017

(Pabellón de Francia en FILBO 2017)

Monsieur Laforêt:
Yo recuerdo, cuando era niño, que esperaba con ansia loca e interesada, cómo no, la llegada de los tíos ricos que venían del extranjero a visitarnos durante las festividades decembrinas. Desde la víspera me figuraba la cantidad de regalos que traerían para ponerme, para jugar, para comer. La ansiedad no me dejaba dormir. Mas cuando destapaba los traídos (como le decimos por acá a los obsequios), me invadía la desilusión. Los regalos nunca correspondían a mis expectativas. Soy un desagradecido, lo sé.
Este año volví a tener la misma sensación en la Feria del Libro de Bogotá, con Francia como país invitado de honor: tenía muchas expectativas. Soy de una curiosidad sin límites. Imaginaba una combinación  de muestras del país galo con sus personas del común, el libro de Proust En busca del tiempo perdido, la sopa de cebolla, su música, Juana de Arco, el Tour de Francia que pronto será de Nairo Quintana, en fin, quizás una instalación recreando a Cuasimodo, el jorobado, en la catedral de Notre Dame, y su creador, el gran Victor Hugo, una muestra gráfica con la historia de la resistencia francesa durante la ocupación nazi,  los colaboracionistas, Vichy, una pequeña réplica de la torre Eiffell por qué no, mayo de 1968, Camus, qué sé yo. Incluso esperaba mucho menos, aún en el marco de dos efemérides tan importantes como la celebración de los treinta años de la feria del libro de Bogotá y el cacareado Año Colombia- Francia 2017.
Pero la realidad fue otra. Me encontré con un pabellón frío, vacío, sin imágenes casuales, ya no digamos icónicas, que le permitiesen al ciudadano de a pie sentirse un poquito en Francia sin necesidad de comprar el costosísimo pasaje en euros para visitarla. Ninguna muestra gastronómica, ningún libro emblemático. Sólo hallé dos espacios mal decorados con canastas fruteras de plástico -qué horror- para la venta de libros, uno de literatura infantil y juvenil, otro de generalidades que pueden apreciarse mejor y de manera más cómoda en la librería francesa de la calle noventa y cinco sin tener que pagar boleta de entrada. Me pareció, digámoslo francamente, mezquina  la exhibición del invitado de honor del presente año, contrastada por ejemplo con la presencia generosa, colorida, enjundiosa y amable de otros invitados con menos alcurnia como Ecuador.

Acaso primó la soberbia de aquel invitado rico y encopetado que piensa que, dada la humildad del anfitrión, no vale la brega llevarle un buen presente, como quiera que  a su juicio utilitario, éste se contentará con cualquier cosa. Una vez más se cumple aquel dicho de que el pobre no repara en gastos y da lo mejor de sí, en tanto que el rico es pichicato. 

Pero no se ofenda monsieur Laforêt si digo estas cosas, porque como ya lo dije, soy desagradecido.

miércoles, 5 de abril de 2017

Guía zurda de Cartagena

(Plazoleta Benkos Biohó en la Matuna, Cartagena de Indias. Foto de El Universal)
(el peatón haciendo una foto por encargo, Cartagena de Indias. Foto de I.E.B)

Poca cosa podría agregarse a una nueva guía turística de la muy noble y leal Cartagena de Indias que no se haya registrado en las glamurosas publicaciones oficiales. Salvo que fuera una guía alternativa, subterránea, en fin, una guía zurda de la ciudad, como la que propongo al despistado lector. Mas, para lograr ese cometido tan poco ortodoxo, es menester salirse de la ciudad amurallada y recorrer a física pata los barrios periféricos de Getsemaní, la Matuna y el Cabrero.

Empezaré por la Matuna, barrio abogadil y comercial que debe su vocación al hecho de haber alojado en su seno la estación del tren, cuando en Cartagena había tren.  Cuando en Colombia había tren. Porque lo hubo, así mis compatriotas nacidos durante los últimos cuarenta años no conozcan ni siquiera los vestigios. Se me dirá, sin embargo, que en Bogotá existe el tren turístico de la Sabana y que en el Magdalena medio rueda un incipiente y obsoleto tren de carga, o que un tren de trocha ancha lleva hasta Puerto Bolivar los carbones del Cerrejón. Pero resulta que esos no son trenes. Son apenas fantasmas anacrónicos. Lo cierto es que circulan de manera precaria en vías fragmentadas que ni siquiera se pueden interconectar unas con otras. Como sea, en Colombia no hay tren porque lo desaparecieron los mafiosos del transporte por carretera con la ayuda de sus socios politiqueros. Pero esa es harina de otro costal. Y es del barrio la Matuna, en Cartagena, que vamos a hablar. Disculpen la digresión.

Hay en la Matuna una plaza adornada con jardines discretos, que lleva por buen nombre, plazoleta Benkos Biohó. Allí conviven democráticamente, es decir, sin distingos sociales, la majestad de la justicia y la sordidez del cafetín. En efecto, en el costado sur, justo al lado de la sede departamental del Consejo Superior de la Judicatura está la Terraza salsera, Donde Rafa, quizá el mejor sitio para escuchar salsa brava en Cartagena. Tal vez por eso, y por el estado tan delicado de nuestra rama judicial, me gusta pensar que la premisa democrática de marras podría ser más bien la siguiente: en la plazoleta Benkos Biohó conviven sin distingos sociales la sordidez de la justicia y la majestad del cafetín.

No por modesta la terraza salsera de Rafa carece de dignidad. Tanto es así, que se da el lujo de limitar el ingreso a ciertos personajes. La prueba de lo dicho está adosada a la pared de la entrada, consistente en un aviso que prohíbe de manera explícita el ingreso de emboladores, vendedores de chance, pedigüeños y timadores. En ese orden. Como el aviso no impide taxativamente la entrada de abogados, me atreví a penetrar cautivado por la estupenda selección musical, no sin antes preguntarle a Rafa si mi condición de letrado cabía en su interpretación libérrima de timadores. El buen hombre sonrió con ganas y me respondió:

- no hombe que va! si así fuera no tendría clientela-

En la esquina noroccidental de la plaza, en el edificio Comodoro, hay un restaurante chino, el Dragón King, donde sirven el mejor Chow Fan que he probado en mi vida, coronado por exquisitas lonjas de cerdo agridulce dispuestas sobre el arroz frito como las cartas de una baraja. El lugar es agradable, fresco, higiénico, y si bien los precios son un poco altos para su categoría, la calidad de la comida y la generosidad de las porciones compensan con largueza la inversión. Es un sitio para conocedores. Nadie que se haya sentado a manteles en el Dragón King podrá hablar mal de su cocina.

Alguna vez, con ocasión del ejercicio profesional tuve que alojarme en el Hotel del Lago, ubicado en el costado norte de la plazoleta en cuestión. El Stil Cartagena (como se llama ahora que es de mejor familia) es el típico hotel para agentes viajeros y funcionarios oficiales en misión: sobrio, cómodo, limpio, sin ínfulas y a la medida del congruo presupuesto del viajero laboral. Fue hace casi treinta años cuando tuve que viajar a Cartagena por encargo de mi padre para iniciar la sucesión intestada de un tío que poseía en vida, en común y proindiviso con mi padre, un apartamento en el Laguito. Esa fue la única vez que litigué, pero la experiencia kafkiana en los estrados judiciales de Cartagena fue tan traumática que no volví a hacerlo nunca. Imagínense a un cachaco litigando en la costa caribe, ya no digamos un habitante de tierra firme nadando en ese mar picado y repleto de tiburones. De modo que, cansado de tanto tejemaneje, sustituí el poder en el doctor Ayola Cabarcas, abogado local que Dios guarde por siempre, y me dirigí a la Terraza salsera de Rafa para disfrutar con unas frías la sabrosura del sexteto de Joe Cuba (Jimmy Sabater y Cheo Feliciano incluidos). El resto de los viáticos que me dio mi padre para la gestión encomendada se fueron en pagar las cuentas del Dragón King y la Terraza salsera. Cuando mucho alcanzó para liquidar la cuenta del Lago antes de mi regreso al altiplano.

Con todo, me gustaba más el antiguo nombre del hotel: hotel del Lago, que cifraba el mote en su cercanía al lago de Chambacú, a la altura del fuerte San Miguel de Chambacú, en la Avenida Playa Pedregosa. Por lo demás, el nombre insulso de Stil Cartagena no me dice nada.

Epílogo: El curioso lector se habrá preguntado acerca del nombre de la plazoleta Benkos Biohó. Pues bien, esta que es una historia interesante. Ocurre que Benkos Biohó fue un negro cimarrón, valiente e indomable, que acaudilló la rebelión de los esclavos en la Cartagena del siglo XVII, escapando del yugo español para fundar el pueblo libre de San Basilio de Palenque. Acaso fue la influencia libertaria de  Biohó la que me indujo a despojarme para siempre de los expedientes judiciales.

(Escultura de Benkos Biohó en Cartagena de Indias. Foto de El Universal)

miércoles, 15 de febrero de 2017

lunes, 30 de enero de 2017

Mi vieja Olivetti



Si bien es cierto que no debemos desarrollar apego por los bienes materiales, a riesgo de parecer mezquinos, hay algunas cosas, ciertos objetos inanimados que adquieren  por fuerza del uso que les damos una connotación especial en nuestro corazón.  Algo parecido al cariño. Eso pasa con los zapatos viejos, algún juguete de la infancia, una que otra prenda de vestir, y, cómo no, para los nacidos hasta los años setentas del siglo pasado, pasa con  la máquina de escribir.
(Foto www.google.com)

Para los adultos jóvenes de hoy (ni qué decir los niños y adolescentes), la máquina de escribir es un curioso anacronismo del que no vale la pena ocuparse. Sin embargo a nosotros, los adultos de edad mediana, la máquina de escribir siempre nos suscitará una enorme simpatía. Tal le pasó a  mi amigo Pacho, quien me envió hace unos días la foto de una máquina de escribir que encontró en la oficina de un pueblito cercano a Bogotá, con una nota perentoria sobre la necesidad de escribir una crónica acerca de la máquina ídem, esto es, de escribir. Nada que hacer, somos unos nostálgicos.

Y acá me tienen  trayendo a la memoria mi vieja Olivetti para complacer a Pacho y de paso hacerle un homenaje póstumo a la máquina en cuestión, acaso para reivindicarme con ella después del abandono infame al que la sometí, hecho que evidencia una vez más que la raza humana es desagradecida y desmemoriada.

La Olivetti de marras llegó a nuestras vidas siendo ya una máquina jubilada, es decir, después de su vida laboral en el departamento de contabilidad de Panauto donde también trabajo y se jubiló la tía Stella luego de elaborar incontables (es una ironía) notas contables e innumerables balances con estados de pérdidas y ganancias de la empresa de don Emilio Urrea, conocido dandi bogotano, polista y exalcalde de Bogotá. Pues bien, en tales circunstancias y gracias a la donación de la tía Stella, la pobre Olivetti tuvo que continuar su  vida laboral al servicio de la “chuzografía” bidactilar de mis hermanos y yo, en desarrollo de las tareas escolares. Quizás la finísima máquina italiana, hecha para ser usada por expertas dactilógrafas o avezados mecanógrafos, nunca pensó terminar sus días envilecida soportando los dedos inexpertos de unos mocosos. Pero así es la vida. Y de las tareas escolares pasó a las faenas universitarias, fue cómplice de mis primeros escritos literarios, hasta culminar sus días arrumada en el cuarto de San Alejo.  Sin embargo siempre cumplió su oficio a cabalidad, a pesar de haber perdido en el transcurso del tiempo y del abuso la tecla de la letra eñe, fundamental en nuestra lengua. Con todo, esa falencia fue suplida por la letra ene, sobre la cual añadíamos con esfero de tinta negra, ya en la hoja mecanografiada, una pequeña rayita en forma de ese acostada.  Imperdonables fueron nuestros olvidos de la virgulilla en la palabra año.

Mas  es lo cierto que como dice el Eclesiastés, “todo es vanidad e ingratitud”, de manera que con el advenimiento de los procesadores de palabra dotados con memoria virtual a prueba de equivocaciones, la vieja Olivetti entró en el camino sin retorno de la obsolescencia, quedando relegada al rincón del polvo y el olvido (otra ironía de la memoria) como quedó dicho, hasta que un día se la llevó el chatarrero a un destino incierto y sin el consuelo del último adiós.

Epílogo: a veces, cuando visito el mercado de las pulgas del centro de la ciudad y encuentro exhibida una vieja Olivetti como la mía, le miro las teclas por si acaso le falta la de la letra eñe, con la ilusión de un reencuentro para resarcirla en algo por mi ingratitud.

miércoles, 4 de enero de 2017

Pequeña narración intrascendente para iniciar el nuevo año



Tuve el privilegio de recibir el nuevo año en los inmensurables campos de Boyacá, al arrullo del canto de los pájaros y el silbido del viento en los robledales. Pero sobre todo, con la tranquilidad de no tener la cobertura de “Claro”. O al menos tenerla muy esquiva, circunstancia que me permitió reírme de algunos sujetos que caminaban sin concierto, a campo traviesa, buscando la señal con el aparatico en la mano como si fueran rabdomantes en busca de una fuente subterránea de agua. Me impresionó su desasosiego, su ansiedad por conectarse con el mundo virtual haciendo ojos ciegos y oídos sordos al mundo real, a su entorno bucólico. Y la verdad, me parecieron algo patéticos.


Por contraste, se cruzó en mi camino una dulce viejecita que cargaba con dificultad una pesada bolsa. La saludé y me contó, sin preguntárselo, que venía de comprar el maíz para sus gallinas. Es decir, había caminado con su carga cerca de dos kilómetros desde la única tienda del sector para satisfacer una necesidad apremiante: el alimento de sus animalitos. Ofrecí ayudarle con la talega, pero me dijo que ya estaba llegando a su destino. Nos despedimos, y yo me quedé pensando en la mezquindad de nuestras prioridades. Entonces me pareció más grande, más digna, más hermosa que nunca esa campesina que asume cada día la vida con estoicismo digno de imitar.