Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

viernes, 27 de diciembre de 2019

Sastrería literaria: palabras a su medida



Como en el cuento sin moraleja de Cortazar, en Colombia hubo un hombre que vendía discursos, sentencias filosóficas y humorísticas, consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias. En efecto, Ci-Mifú, por buen nombre Enrique Aguirre López, fundo en los años setentas del siglo pasado su Fabrica Nacional de Discursos con el fin de atender la demanda de palabras para oradores faltos de inspiración. Se dice que este periodista y humorista antioqueño escribió desde entonces y hasta su muerte, en 2004, más de diez mil discursos entre campañas políticas, posesiones, grados, matrimonios, condecoraciones y lanzamientos de productos comerciales.

Que yo sepa no dejó descendencia profesional, de suerte que su fábrica sin chimeneas (para usar la manida frase de los empresarios hoteleros) se quedó sin dolientes y desapareció sin pena ni gloria. A decir verdad, habría querido apañarme el nombre de su empresa para continuar con el negocio de la palabra a destajo, de la inspiración mercenaria, pero un reato de conciencia y el respeto por el oficio me impidieron hacerlo.

En cualquier caso, he decidido emprender el negocio de la venta de palabras con la esperanza de alcanzar y, por qué no, superar, los diez mil discursos del gran Ci-Mifú. La experiencia de más de quince años en el oficio de escribir para una revista virtual y dos blogs especializados en cultura me permiten la osadía de fundar mi servicio de “Sastrería literaria". Sin embargo, como en todo mercado, el que no muestra no vende, de modo que someto a su consideración un botón de mis publicaciones.
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PUBLICACIONES DE HÉCTOR DARÍO GÓMEZ AHUMADA:

www.bogotaculturaparticipativa.blogspot.com
www.lapataalsuelo.blogspot.com
Posts en kienyke
"Haddock o la nostalgia de un viejo lobo de mar" en Agenda del Mar 2020, www.agendadelmar.com
"La copera un oficio en vía de extinción" en "Bogotá contada", crónica del Taller Distrital de Crónica ciudad de Bogotá 2019" IDARTES.
"Crónicas de cafetín" en el Fanzine "Patescaut", Bogotá, octubre de 2019, ISSN 2665-6094.
"Los hijos de las ranas" en Memorias del Agua, Bogotá, Universidad Javeriana, BLAA del Banco de la República y Alcaldía Mayor de Bogotá, 2011.
"Rigor científico", Desde la Universidad, Cuentos Javerianos, Universidad Javeriana, CEJA Bogotá, 2002

PRODUCTOS DE LA SASTRERÍA LITERARIA: (Un producto editorial de La Vaca no habla Libros)
  • DISCURSOS
  • ARTÍCULOS
  • MEMORIAS DESCRIPTIVAS
  • COPY PARA EMPRESAS DE PUBLICIDAD Y PÁGINAS WEB
  • BIOGRAFÍAS, PERFILES
CONTACTO: HÉCTOR DARÍO GÓMEZ AHUMADA
Cel: (57) (3) 3118702854
E-mail: liebremarzo@gmail.com
Bogotá, D.C., Colombia (S.A.)


PERFIL

Haddock o la nostalgia de un viejo lobo de mar.
Por: Héctor Darío Gómez Ahumada

“Pues el peor enemigo del marino no es la tempestad que arrecia, no es la ola que se levanta espumeante, que bate el puente llevándose todo lo que encuentra a su paso, ni el arrecife pérfido escondido a flor de agua que rompe el flanco del barco; el peor enemigo del marino es el alcohol” (1) Archibaldo Haddock.

Este discurso en boca del inefable capitán de un barco mercante, que es, además, el presidente de la Liga de Marinos Antialcohólicos (L.M.A.), se convierte en evangelio necesario para uso de navegantes, si se tiene en cuenta que su autor ha sufrido en carne propia los desastres que producen los líquidos espirituosos, más perjudiciales que las aguas del mar. El capitán Haddock, por buen nombre Archibaldo, representa un riesgo para sí mismo, ya no digamos para su entorno; y como un viento de proa amenazante, el mal genio de este navegante se debe sortear con inteligencia y determinación.

Por lo demás, Haddock, viejo lobo de mar, es un amigo capaz de acometer hechos heroicos, no exentos de torpeza, cuando se trata de proteger la integridad de su inseparable compañero de aventuras, el intrépido e idealista reportero Tintín, o bucear en el fondo del mar Caribe para rescatar unas botellas de ron.

El 9 de enero de 1941, hace algo más de 78 años, se tuvo la primera noticia oficial de este caballero de mar, cuando el suplemento juvenil del periódico Le Soir Jeunesse, de Bruselas, del cual era editor Georges Rémi (Hergé), publicó El Cangrejo de las pinzas de oro (2), donde se narran las aventuras de Tintín, secuestrado a bordo del carguero Karaboudjan por el contramaestre Allan Thompson y sus secuaces, a espaldas de Haddock, cómo no, a la sazón capitán del barco armenio, pero totalmente alejado de su gobierno e inocente del tráfico de opio en sus bodegas, por encontrarse confinado en su camarote en deplorable estado alcohólico. Gracias a la astucia de Tintín, que logra escabullirse de su cautiverio hasta llegar a la litera del capitán, escapan de sus captores, y a partir de entonces surge entre ellos una sólida y perenne amistad.

“Soy el capitán Haddock, ¡truenos y relámpagos!, y el único que manda a bordo después de Dios…” (3)

Pero, ¿quién es el capitán Haddock? Aparte de ser el único que manda en el barco expedicionario Aurora, después de Dios, claro está, este marino viene de una estirpe de hombres de mar que se remonta a Francisco, caballero de Hadoque, capitán de la marina del Rey, comandante del Unicornio, hermoso barco de vela de la escuadra de Luis XIV, según se menciona en sus memorias (4), cuyo parecido con nuestro héroe es pasmoso, a juzgar por la pintura que nos muestra Hergé en el episodio del Secreto del Unicornio.

De modo que su vocación oceánica le viene de antiguo, desde el siglo XVII, cuando la esfera terrestre se estaba dilatando allende los mares ante los ojos alucinados de los marinos que, como el caballero Francisco de Hadoque, surcaban el mar Caribe con destino a Europa en navíos que sorteaban tempestades y piratas, como el temible Rackham el Rojo, con su carga de oro, joyas y barricas de ron de Jamaica para delicia del buen comandante del Unicornio, que compartía con su descendiente el gusto por el licor.

En cualquier caso, lo que parece seguro es que el alcohol le corre literalmente por las venas al capitán Haddock. Y también el espíritu aventurero. No es casual que después de su odisea en el Karaboudjan, Tintín y el Capitán Haddock, amén de su valentía, se reconocieran como almas gemelas en la aventura, no obstante ser muy diferentes en la manera de enfrentarla: inteligente, ágil, audaz y calculador el joven periodista; sanguíneo, impetuoso, torpe y brutal el viejo lobo de mar.

El mar de las aventuras

Convengamos en que toda aventura implica viajar. Y sobre este particular creo con Giovanni Papini que las obras literarias más populares son libros de viajes: La Odisea, Simbad el marino, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, en fin, podría agregar Arthur Gordon Pym, Moby Dick, y La Isla del Tesoro, por citar solo algunos. A través del viaje se conocen verdaderamente las personas, y no hay mejor forma de hacerlo que por mar. Al fin y al cabo, como sostiene Agustín de Hipona, somos peregrinos en tránsito. Así pareció entenderlo Hergé, pues en quince de los veintitres álbumes de Tintín aparecen barcos en escena, según lo pone de presente Yves Houreau en su libro ¡Rayos y truenos! Tintín, Haddock y los barcos (1999).

De tal suerte, Tintín y Haddock abordaron entre muchos otros un barco foquero, como el Aurora, para su expedición ártica en busca de un aerolito; y un pesquero, el Sirius del capitán Chester (uno de los pocos amigos de Haddock aparte de Tintín), para ir en busca del tesoro de Rackham el Rojo en las Antillas; también se embarcaron subrepticiamente en el carguero Pachamac en el puerto del Callao, en Perú, tras el misterio del Templo del sol; abordaron asimismo el lujoso yate Sheherazade del magnate Rastapopoulos, el carguero Ramona con bandera de Panamá y un Sambuck de pesca en el mar Rojo, en fin, viajaron en canoas, balleneras, lanchas, piraguas, barriles con tablas flotantes e incluso en un submarino - escualo diseñado `por el Profesor Tornasol para explorar las profundidades del Caribe (5), todos ellos dibujados por el belga Georges Remí (Hergé) en su obra, con un nivel de detalle inverosímil.

Genio y figura. Y yo aún diría más: mal genio y magra figura.

Archibaldo Haddock, cascarrabias donde los haya, es un nostálgico, como suelen ser los hombres de mar. Sin embargo en él los cambios repentinos de humor producidos por el licor (bien sea whisky John Haig o Loch Lomond, pisco del Perú, oporto, ron caribeño o un vinillo rosado de esos que acostumbra escanciar el entrañable Oliveira), podrían sugerir un temperamento bipolar, si el término se admite, pues son proverbiales sus estados eufóricos que lo impulsan a emprender grandes acciones, que derivan repentinamente en llanto sin razón aparente. Haddock es un hombre de lágrima fácil. Al respecto el diario el Mundo de España, en suplemento del Domingo 17 de abril de 2011, con ocasión de los 70 años del capitán Haddock, señalaba que para crear este personaje, Hergé se inspiró en una noticia de prensa que se refería a un capitán de barco alcohólico que había muerto encerrado en su camarote debido a la borrachera que le impidió salvarse durante una tormenta en alta mar. Es decir, que el origen de nuestro capitán está en un hombre solitario, melancólico, ajeno a las cosas de tierra firme olvidadas dentro de tanto mar. Es también un hombre magro, acaso porque el espíritu triste seca los huesos como sentencia uno de los Proverbios del Antiguo Testamento. No obstante, disimula su flacura con un grueso pulóver azul que le va muy bien con la pipa y su gorra de capitán. Valga decir que el exceso de alcohol tampoco le ayuda a tonificar su musculatura, si bien es capaz de sacar fuerza extraordinaria del humor sanguíneo cada vez que se requiere.

Pero volvamos a su temperamento de los ¡mil demonios! Ni qué decir tengo que nuestro simpático cascarrabias, enfermo del hígado como es de suponer, logra canalizar su furia merced a una retahíla de insultos que suele proferir y que realmente no lo son, porque se trata más bien de expresiones rebuscadas que adquieren un carácter, digamos esotérico, en la voz del capitán. Con todo, resulta comprensible que Hergé no hubiera puesto en voz de Haddock las expresiones vulgares e irrepetibles escuchadas a los marinos en los cafetines del puerto de Amberes, por tratarse la suya de una publicación destinada al público infantil y juvenil. Sea como fuere, lo cierto es que en sus arrebatos de ira, Haddock utiliza palabras tales como emplastos, trogloditas, desarrapados, aztecas, sapos, vendedores de alfombras, ganapanes, ectoplasmas, dinamiteros, nictálopes, coloquíntidos, marineros de agua dulce (cómo no), bachibazucs, zulús, doríforos, macacos, parásitos, papanatas y un largo etcétera. Mas es lo cierto que sus expresiones favoritas y recurrentes son: ¡mil millones de rayos y centellas! y ¡mil millones de millares de mil demonios!, hasta el punto de que la mala peste, como se refiere Haddock a Abdallah, el travieso hijo del emir Ben Kalish, se dirige a éste como Mil rayos (6).

“Es un viejo lobo de mar, un poco abrupto de momento, pero que oculta bajo esta ruda corteza un alma sencilla de niño inocente…” (7)

Bianca Castafiore, cantante lírica de fama internacional, en declaraciones al Paris – Flash se refiere en términos muy generosos al capitán. Resulta curioso que esta Diva entrada en carnes, incapaz de recordar el apellido del capitán, pues lo llama indistintamente Kappock, Mastock, Kosack, Hammock, Kolback, Karbock o Hocklock, haya sabido encontrar la ternura que esconde tras la coraza de brutalidad que lo distingue. Siendo así las cosas, era de esperarse que la glamorosa revista del corazón sugiriera de manera tendenciosa un eventual romance entre el Ruiseñor Milanés y el capitán. Nada más lejano a las intenciones del viejo lobo de mar que, como soltero empedernido, decide poner al pairo su navío antes de aventurarse en el océano abisal del matrimonio.

Por otra parte, creo haberlo dicho, el capitán es hombre de pocos amigos. El círculo más íntimo está compuesto por Tintín (como resulta evidente), inseparable desde su aventura en el Karaboudjan; el capitán Chester, caballero de mar conocido de vieja data, que tuvo a bien prestarle su barco, el Sirius, para la aventura en las Antillas; y finalmente se cierra el cerco con el Profesor Tornasol, arquetipo del científico loco y despistado, pero entrañable en el corazón de Haddock pues gracias a su generosidad el capitán recuperó el Castillo de Moulinsart perteneciente a su familia desde los tiempos de Francisco de Hadoque.

Lo que parece indiscutible es que el capitán Haddock es hombre de mar por naturaleza; el océano está ligado a su espíritu como un atavismo que lo libera de la atracción terrestre. Cuando el mar desaparece en la comodidad de su castillo él siente como si hubiera sufrido una amputación; la melancolía es inevitable, la asfixia lo invade. Prefiere navegar a la deriva en pos de nuevas aventuras con su amigo Tintín que languidecer entre bostezos y copas de licor en Moulinsart.

Esa es la estampa del capitán Haddock, Presidente de la Liga de Marinos Antialcohólicos, por buen nombre Archibaldo. ¡Salud!

(1) “El Cangrejo de las pinzas de oro”, página 62.
(2) Fuente: sitio oficial es.tintin.com
(3) “La Estrella misteriosa”, página 19
(4) “El secreto del Unicornio”, página 14.
(5) “El Tesoro de Rackham el Rojo”, página 37.
(6) “Stock de coque”, página 5
(7) “Las joyas de la Castafiore, página 22
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DISCURSO

Palabras para el cierre de año de ARTEO
Por: H. Darío Gómez A.

Mucho antes de que se expidiera la Ley 1834 de 2017 con el objetivo de fortalecer las industrias creativas, norma que hoy conocemos como la “economía naranja”, Lina y Diego ya estaban explorando la posibilidad de un emprendimiento de experiencias creativas no solo con rentabilidad cultural, sino también económica y visión empresarial. Yo recuerdo que hace más de un rato ellos convocaron en Chía a un grupo de profesionales e intelectuales para botar corriente, como suele decirse, en torno a los temas de educación y pedagogía. Diego tuvo la deferencia de invitarme a esa reunión a la cual no pude acudir por compromisos académicos, y ni falta que hizo.

Sea como fuere, este par de emprendedores nos sorprendió gratamente en 2019 con la fundación de ARTEO, su escuela de diseño y decoración, concebida para vivir la experiencia del arte y los oficios a través de los sentidos.

Vivimos en la época de los mass media, de la inmediatez, de la obsolescencia programada, de la presencia virtual a través de whatsapp y del culto al cuerpo más que al espíritu. Cada mes abre un nuevo gimnasio y se cierra una librería. Por eso ARTEO se erigió como un oasis para los sentidos en medio de la aridez de la información epidérmica y muchas veces inútil de Internet. Creo con Alberto Moravia que el arte no está hecho solo de idea; es más bien una aproximación sensual a la realidad, y esa es la experiencia creativa que ARTEO nos propone en sus diferentes programas y actividades.

Un filósofo, no recuerdo cual, sostiene que “el ojo es la razón, y el oído el ritmo; por eso se escribe la prosa con el ojo y la poesía con el oído”. Acaso Diego y Lina, antes de emprender su proyecto empresarial desoyeron los consejos prosaicos que los prevenían del riesgo de la industria creativa en Colombia, y por fortuna atendieron el ritmo de su corazón, apostándole con mucho acierto a ARTEO. La demostración de lo anterior es que aquí estamos entre amigos celebrando el cierre del año 2019 y las buenas expectativas del 2020.

Finalmente quiero agradecer en nombre de Pacho Hernández, acá presente, y en el mío, el voto de confianza que nos dieron para participar en su programación de actividades, sin otro mérito que el sentido común y la sensibilidad de dos pobres tipos, románticos eso sí, que han querido compartir con el público su gusto por el bolero"

lunes, 16 de diciembre de 2019

Libro subversivo





Por: H. Darío Gómez A.


En una silla vacía en medio de la estridente sala de espera del aeropuerto internacional José María Córdova de Rionegro, en Antioquia, se encuentra un libro. Bajo las luces blancas del techo, los viajeros acomodan sus bártulos en las mochilas famélicas para que sean admitidas abordo en los vuelos de bajo costo. Más luces, esta vez de los anuncios de Burger King, Juan Valdéz, Pastelería Astor, en fin, almacenes de artesanías como última opción para no llegar con las manos vacías, tableros esotéricos que anuncian los vuelos, y el libro ahí, terriblemente solo entre esa comunidad de bípedos errantes que comienzan a mirarlo con desconfianza. Quizá su dueño lo olvidó a causa del afán, pero esa hipótesis no convence al público paranoico del aeropuerto que revisa permanentemente sus mensajes de whatsapp. Una dama que ha pasado varias veces frente a la silla vacía lo ve de reojo y comenta algo a su acompañante; el hombre sentado al lado del libro, aludido por las miradas inquisidoras, se aleja del adminículo sospechoso, como para que no lo relacionen con él. Un viajero con iniciativa decide avisar a las autoridades del aeropuerto sobre la cosa amenazante, el libro. A partir de este momento comienza a recrearse la distopía de Ray Bradbury: llega un funcionario de la Aeronáutica Civil en compañía de dos policías, que, como los bomberos de “Fahrenheit 451”, se acercan con cautela al libro subversivo para neutralizarlo. Última llamada para el vuelo VH8172 con destino a Bogotá. ¡Qué vaina! No me puedo quedar para ver el final del culebrón. ¿De qué trataría el libro?, ¿alguien alcanzaría a memorizarlo antes de su destrucción?

miércoles, 4 de diciembre de 2019

En busca del Tren perdido.

Por H. Darío Gómez A.

Todo empezó por la nostalgia, esa memoria vital estudiada por Bergson. Rodrigo nos habló un día del tren y de la dicha de perderse en el vagón bar durante las casi 24 horas que duraba el viaje entre Bogotá y Santa Marta en el Expreso Tayrona. Yo recordé un viaje en tren de Medellín a Bogotá en compañía de mis hermanas, y mi temor de niño cuando anocheció, en pleno día, en el interminable túnel de la Quiebra. Paola no recordó nada porque ella es joven y cuando nació, el tren ya iba de retirada. Nos dio rabia al pensar que vivimos en un platanal sin tren. “No joda”, dijo Rodrigo, “tenemos que escribir acerca del tren”. Yo lo corregí y propuse escribir más bien acerca de la falta del tren y así rascarnos el prurito. Paola, que es nuestro ángel de la guarda, dijo que ella haría las fotos. Pero, si en Colombia no hay tren, ¿entonces de qué vamos a hacer las fotos?. Pues de los vestigios del tren. Así empezó todo.

 LLegando a Cachipay hay un puente...
 Y sobre el puente, un ferrocarril fantasma.
 En Fontibón encontramos una perla Art Deco: la Estación del ferrocarril.
En la Esperanza, la manigua se tragó la casa de los trabajadores de la Estación.

 Aparición de la Virgen del Carmen, patrona de los pensionados ferroviarios, en la Esperanza.
 Vestigios de la Estación de Puente Nacional, Santander.

Borges afirmó que ser colombiano es un acto de fe. Creer que en Colombia hubo alguna vez tren, es otro acto de fe. Nos remitimos a sus vestigios. Esta crónica apenas comienza.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Circo sin nombre


Conocí el circo cuando cumplí nueve años.  “Tihany”, así se llamaba el circo que erigió su campamento de tres pistas con un aviso luminoso (como de casino de Las Vegas), en un baldío de la carrera séptima con calle veinticuatro, en el barrio Las Nieves de Bogotá, donde subsiste un estacionamiento que los domingos se convierte en el “mercado de pulgas de San Alejo”.  

Tengo la impresión de que no fue un espectáculo extraordinario para mi alma infantil,  ya que sólo me quedaron recuerdos caliginosos de bailarinas con trajes diminutos y penachos multicolores, y de unos payasos que realizaban su número en un pequeño auto convertible, con un telón de fondo donde proyectaban una película de persecución de carros, como en las comedias de Buster Keaton, mientras ellos salían y entraban con torpeza del vehículo, reemplazando alternativamente al conductor  (dueño de una enorme nariz de tomate y con zapatones verdes) que huía a brincos por la pista llevando en su mano enguantada el aro rosado del volante. Eso es todo lo que me quedó grabado. En cualquier caso, nunca olvidé el nombre del circo: “Tihany”.

Porque los circos, aún los más humildes, deben tener un nombre si quieren  permanecer en la memoria del público alucinado.  Creo que fue el poeta Edmond Jabés quien dijo que para existir se necesita ser nombrado.  Siendo así las cosas, hasta los circos que acampan como gitanos en los ejidos de los pueblos tienen nombres que encienden la curiosidad de los  niños: “Gran Circo de Tuerquita y Bebé”, “Circo Mágico del  Taumaturgo Baltasar”. Otros inventan nombres menos rimbombantes pero que evocan candorosamente la fama de los más exitosos:  “Circo de los hermanos Guasca”, qué sé yo.

Pero en las afueras de la ciudad de Bucaramanga, por la transversal metropolitana ganando ya la carretera que conduce a Girón, hay un circo sin nombre.  Está enclavado en el fondo de un barranco que se descuelga de uno de los dedos de la meseta parecida a una mano que sostiene la ciudad. Es como si en lugar de brillar con sus luces de fantasía para atraer a los parroquianos quisiera pasar desapercibido al abrigo de los estoraques, esos gigantes de piedra rojiza semejantes a guerreros de terracota esculpidos por el rigor de los tiempos.  Quizá se atornilló en ese terreno para no irse jamás, como el circo sempiterno de la ciudad itinerante de Italo Calvino que permanece estático en su solar mientras las caravanas de camiones cargan con los edificios públicos, las plazas, las escuelas, los bancos, los centros comerciales, las fábricas y las viviendas de la urbe rodante, para irse del lugar hasta la siguiente temporada. O acaso es un circo fantasma, que, como un perro viejo, sólo busca un lugar para echarse a descansar después de dibujar un circulo imaginario con su cuerpo.

Desde el taxi que me conduce al aeropuerto  de Palonegro por el dedo de la calle 61, que se prolonga en las circunvoluciones de transversal metropolitana, veo el circo sin nombre pasar. Digo mal. Él me ve pasar por la carretera, con esa dejadez  de paisano  extraviado por el sopor.  Yo intuyo, indiscreto,  a través de las líneas blancas y azules de la carpa,  al domador que cepilla con nostalgia el pelamen de la fiera moribunda, e imagino a la mujer barbuda consintiendo al contorsionista que se hace un ovillo en su regazo.  Entonces me estremece una rara sensación de ternura.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

PONTE SALSA EN DOMINGO

(*)Programa institucional de COMFAMA y la emisora LATINA STEREO en Medellín. Foto de H. Darío Gómez A.


Por: H. Darío Gómez A.

En 1938, cuando la Compañía de Jesús le compró a la Gobernación de Antioquia el edificio donde se levanta la iglesia de San Ignacio, en el centro de Medellín, nadie hubiera imaginado que el claustro neoclásico edificado a continuación de una de sus naves laterales (para alojamiento de los estudiantes del colegio y "a la mayor gloria de Dios") se convertiría ochenta años después en un bailadero dominical de salsa brava.

A decir verdad, desde que COMFAMA adquirió el edificio del Colegio San Ignacio para prestar servicios a sus afiliados y a la comunidad, los domingos del claustro son más animados.  Los ejercicios espirituales realizados con rigor militar por los novicios jesuitas durante sus caminatas vespertinas quedaron en la historia. En efecto, hoy en día los domingos de dos a cuatro de la tarde la salsa se toma por asalto el salón principal del edificio, que, como un templo libérrimo para el culto de los bailadores, abre las puertas a todos sus fieles. Allí, en ese recinto presidido por el escudo de la Compañía de Jesús tallado en piedra, entran democráticamente el parcero, la solterona otoñal, la muchacha mofletuda, el estudiante, el ñero, el gringo, la viuda,  la dama cincuentona y distinguida del barrio Laureles, el pensionado, el obrero, el oficinista, el ladrón, el transeúnte, la pareja enamorada y el desempleado. También son dignos de ver los niños que llegan acompañados de sus padres para dar sus primeros pasos de salsa. Porque en esa celebración el ambiente es familiar. Está prohibido el consumo de licor, por demás innecesario, pues allí solo se va a bailar. Ninguna otra pretensión tiene cabida en ese tributo al movimiento.

Medellín, como se sabe, es una ciudad con mucha oferta cultural; la gratuidad de la mayoría de sus eventos es una reivindicación democrática que sus ciudadanos aprecian, respetan y utilizan. Su sentido de pertenencia frente a los bienes públicos consolida la permanencia de sus actividades. Solo en este contexto es explicable ese ambiente de camaradería, esa generosidad entre personas tan distintas. Allí, en ese espacio salsero, no importa si uno es feo, pobre, gordo, bajito, mal vestido o todo lo anterior; siempre habrá una dama dispuesta a bailar, claro está, si se es buen bailador. No saber bailar es el único pecado irredimible en ese templo de la sabrosura.

Un hombre calvo de unos 45 años de edad baila con su pareja un mambo de Pérez Prado. Sus movimientos son eléctricos, frenéticos, al mejor estilo caleño. La mujer se entrelaza, da vueltas, se enreda y desenreda al tiempo que da saltos que terminan en una parada abrupta para volver a coger el compás. La pareja del hombre, quizá su esposa, da la talla; no podría ser de otra manera. Cuando termina el mambo el hombre está empapado en sudor; se dirige hasta un rincón del patio donde tiene su mochila, saca una botella de agua y un pañuelo: bebe, seca el sudor de su cabeza y cuello, bebe nuevamente, se enjuga el sudor de la cara, bebe una vez más. La cosa con él va en serio y así lo confirma su camiseta negra donde se lee en grandes letras blancas, para que todo el mundo sepa: “Mario Salsa”. El hombre regresa al centro del salón donde lo espera su pareja justo cuando empieza a sonar, “A las seis”, del sexteto de Joe Cuba en la voz de Cheo Feliciano. Mario sabe que es el rey del salón, el bailador de paso bravo que no le teme a la charanga, ni al boogaloo, ni al son, ni a la bomba, ni al mambo, ni a la guaracha, ni al guaguancó, ni a la plena. Cuando acaba de bailar regresa, esta vez con su pareja, hasta la mochila de los bastimentos: beben agua, se enjugan el sudor, beben… vuelve y juega. Antes de que inicie otro número con una orquesta en vivo patrocinada por Latina Stereo me acerco a Mario y le pregunto si es bailarín profesional. Sonríe y me dice que no, que es fundidor de profesión, pero lleva la salsa en la sangre desde que aprendió a bailar en Cali, y que solo espera los fines de semana para bailar y mantenerse en forma. La salsa es su felicidad, su razón de ser, el baile su catarsis. Mario Salsa, como los superhéroes de Marvel o DC comics, tiene una doble vida: entre semana es el anodino Mario X que trabaja en una fundición, pero los fines de semana se convierte en “Mario Salsa” el bailador de paso bravo y rey del Claustro San Ignacio. Como Superman, es un hombre de acero, no en vano trabaja en una fundición.

Los domingos la salsa se toma por asalto el Claustro San Ignacio, en el centro de Medellín. Pero los jesuitas ya están acostumbrados al destierro. Durante los últimos trescientos años han sido expulsados varias veces de nuestro territorio por la corona y luego por los gobiernos radicales envidiosos de sus fundaciones y ávidos de sus bienes. En esta oportunidad han sido expulsados por los bailadores de paso bravo, por la gracia de la música del caribe y "a la mayor gloria de Dios AMDG”.
(Claustro San Ignacio, en Medellín. Foto de H. Darío Gómez A.)

Terminada la jornada bailadora en el claustro, echo a andar por la carrera 44, hacia el norte, en busca del parque del periodista, el otro polo salsero del centro de Medellín.

El miedo



Por: H. Darío Gómez A.


Hay miedos metafísicos como los de la obra de Lovecraft, y miedos rales como los que suscitan setenta años de violencia en nuestra dolida patria. Basta leer las paginas rojas del periódico Q'Hubo para entrar en pánico. Todos los días muere gente por atraco, pelea, ajuste de cuentas, en fin, por exceso de fuerza policial, ya no digamos las ejecuciones extrajudiciales, llámeselas como se las quiera llamar. Vivimos con miedo, es verdad, y se entiende, porque estamos a merced de los delincuentes y de una fuerza pública que no es respetada ni querida,  sino temida con justa razón por sus abusos de autoridad, cuando no violencia desmedida o franca alianza con los delincuentes. Pero lo grave del hecho en sí, del miedo, es que no tenemos conciencia de que es una estrategia de dominación del statu quo. ¡Y de qué manera nos lo demostraron los hechos de la semana pasada!, cuando fuerzas oscuras, enemigas del paro, hicieron circular la especie de que hordas de desharrapados, muchos de ellos venezolanos "castrochavistas", cómo no, atentarían contra las casas de los ciudadanos de bien y entrarían a saco para llevarse sus pertenencias, rumores que, en efecto, estuvieron acompañados de conatos de ingreso a los conjuntos residenciales por parte de hampones a sueldo transportados en vehículos oficiales, para aterrar a la gente de bien, incluida mi adorada niña Iné, que me llamó angustiada e impotente porque se estaba entrando la turbamulta al conjunto, lo cual, por fortuna no se materializo (la intención, se sabe, era únicamente generar pánico).

Foucault sostiene en una de sus obras, "Vigilar y Castigar", creo, que por miedo nos sometemos voluntariamente a la vigilancia y control del Estado, para que nos proteja en nuestra vida, honra y propiedad privada; y esa dependencia determina las relaciones de poder, esto es, que renunciamos a la libre expresión y nos aguantamos un gobierno infame con tal de sentirnos protegidos del "extraño que viene a tocar a nuestra puerta" del que habla Sigmund Baumann; sí, hablo del extranjero, del venezolano "castrochavista" con el que nos quiere meter miedo el establecimiento, fomentando así la xenofobia contra un pueblo hermano que nos acogió en el pasado y al cual le debemos solidaridad, tendiendo de esta manera una cortina de humo al desgobierno y deslegitimando la protesta social.

Siendo así las cosas, vivimos en un sistema parecido al panóptico inventado por el utilitarista Jeremías Bentham, resignados a ser vigilados, disciplinados y controlados, con tal de que nos protejan la honra y los bienes, o sea, la propiedad privada. Lo terriblemente irónico del asunto es que, quienes nos protegen, son los mismos que nos están despojando, muchos de ellos aliados con políticos corruptos y delincuentes (cada vez es más difícil establecer la diferencia).

Sin embargo, por lo visto en estos últimos días, la gente ya no está comiendo cuento. Es un buen principio. Entre tanto, que sigan sonando los trastos de la cocina, para que no caigamos en la paila mocha.

viernes, 20 de septiembre de 2019

El Narval, unicornio de mar.


(Fotos de H. Darío Gómez A. Lámina de las chocolatinas Jet edición de los años setenta del siglo XX)


Dice la mitología que el Narval es un "mamífero cetáceo que vive en las regiones árticas". Sostiene asimismo la creencia popular, que "el macho posee un largo colmillo en espiral que utiliza para luchar por las hembras"; que "es pariente de los delfines y se alimenta de calamares".

¡Qué disparate! Nadie, que yo sepa, ha visto un Unicornio de mar en esas latitudes.

En cambio ha sido encontrado en cautiverio, en una lámina de chocolatina Jet, atrapado por más de cuarenta años entre las páginas de una novela de Emilio Salgari. Su dulce olor a chocolate puede durar una eternidad y dos días más.

Suele utilizarse para marcar la página de una lectura interrumpida.

H. Darío Gómez A.

sábado, 31 de agosto de 2019

"PATESCAUT", fanzine insolente y creativo.


Por: H. Darío Gómez A.


Editorial

Patescaut es una curiosa palabra que evoca la infancia de quienes fuimos críos en la Bogotá de los años setentas del siglo pasado; no figura en el diccionario ni siquiera como un colombianismo, y acaso esté condenada a desaparecer cuando muera el último de aquellos niños o desaparezca la única sobreviviente de esas niñas setenteras. Pero mientras eso sucede, la palabra en cuestión es como un santo y seña que alguien suelta al desgaire en una conversación, y cuando el interlocutor la escucha, se produce un reconocimiento, una complicidad entre pares. Porque Patescaut es eso, complicidad. Mas, ¿cómo definir de manera concreta dicha palabra? Sin pretender emular a doña María Moliner (ni más faltaba), podríamos arriesgar la siguiente definición: acción de entrelazar alguien los dedos de sus manos con las palmas hacia arriba para que otra persona ponga su pie sobre ellas, empujándola, para ayudarla a subir.

Patescaut sirve, entonces, para trepar a una amiga al árbol del parque y así alcanzar las cerezas o para robar curubas venciendo la tapia del jardín vecino.  También es útil para catapultar al camarada sobre el enrejado y recuperar el balón perdido en los extramuros del colegio, sirve en fin, para llegar juntos a otro nivel. Siendo así las cosas, es decir, habiéndonos asociado de manera cómplice, insolente y creativa, cómo no, para describir, fotografiar, opinar y plasmar a través del arte a nuestra ciudad amada, ¿qué otro nombre podríamos haberle puesto al fanzine?

De modo que con Patescaut saltaremos el muro de la gravedad y la trascendencia para escaparnos del destino que a veces se burla de las personas que se toman la vida muy en serio, y nos asomaremos al otro lado para apreciar, encaramados en el borde de un seto sabanero, lo bueno, lo malo, lo bello y lo feo de nuestra cotidianidad.

sábado, 27 de julio de 2019

130 años de "La Edad de Oro"

 (Foto de H. Darío Gómez A.)
Por H. Darío Gómez A.
Este mes se cumplen 130 años de la primera edición de “La Edad de Oro”, quizá la primera revista infantil de América Latina. Su redactor, Don José Martí, la fundó en julio de 1889 durante su exilio en Nueva York. Martí, hombre de ideas libertarias y pensador extraordinario, autor de ensayos políticos que influyeron en la independencia de su patria (Cuba), tuvo, sin embargo, tiempo para  escribirles a los  niños. Demostró con sus buenas letras, para beneplácito de Montaigne, que el ensayo también es un género literario y por qué no, una forma amena de relatar la ciencia, la cultura y las antigüedades.

Solo un hombre excepcional como él pudo entretejer su actividad revolucionaria con la aventura de hacer llegar su prosa exquisita a la infancia de un continente en formación. Supo trabajar por el presente dejando sentadas las bases del futuro. Martí fue consecuente con sus mentores intelectuales que, como Waldo Emerson, lo inspiraron para no seguir la senda, sino hacer el camino. Y, en efecto, a sus 36 años dejó un rastro indeleble en la mente infantil con “La Edad de Oro”.

Entre mis tesoros bibliográficos tengo una edición facsimilar de los cuatro primeros números de “La Edad de Oro, publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”, esto es, los fascículos de julio a octubre de 1889. Se trata de una publicación de 1989, concebida para celebrar el primer siglo de la revista. No digo cómo llegaron a mí, pues la persona entrañable que me obsequió las revistas en 1992, cuando coincidimos en un Congreso de Servicios Bibliotecarios Infantiles, me hizo prometer que no mencionaría su origen. Es una lástima, porque esa historia también merecería ser contada a los niños de América. Sea como fuere, lo cierto es que Don José Martí sabía cautivar a sus lectores infantiles, de esta manera:

“Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz.”

“Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras; y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; (…) para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos.”

“Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo”

¿No eran esas letras, acaso, las semillas libertarias sembradas en la mente infantil de Latinoamérica? No es gratuito, entonces, que la figura de Martí sea reivindicada por Tirios y Troyanos. En “La Edad de Oro” los niños podían leer temas tan interesantes como los siguientes: La Ilíada de Homero con dibujos, Cada uno a su oficio, Fábulas de Emerson, la Historia del hombre contada por sus casas, la Historia de la cuchara y el tenedor, la Exposición de París, en fin, las cosas que pasaban en esa esfera tan convulsionada que hoy llamamos mundo. No podía, en consecuencia, dejar pasar esta efeméride sin agradecerle a Don José Martí por la lectura de su “Edad de Oro”.

miércoles, 24 de julio de 2019

CRÓNICAS DE CAFETÍN

(Foto de H. Darío Gómez A.)

Por: H. Darío Gómez A.

II- La vendedora de “rifas exclusivas.”

Esta mujer que entra al cafetín con el jardín puesto no es una copera, pero ejerce el comercio en su mismo entorno laboral. Ciertamente “Mi Viejo Alemán” es su fuente de clientes cautivos, y esto último se afirma en sentido literal. De manera que la vendedora de “rifas exclusivas” atiende a sus anchas en las mesas del lugar. 

Hacia las seis de la tarde la muchacha inicia su jornada laboral con una escandalosa entrada al cafetín.  En efecto, su cuerpo curvilíneo, como el de la Venus de Rubens, causa alboroto en la estancia cuando los asiduos voltean a mirar,  todos a una y sin pudor, las redondeces que adornan su vestido ajustado. El perfume de flores que rezuma la mujer cautiva de inmediato a los clientes, casi todos de la tercera edad. Don Fabio, el embolador, mientras brega por lustrar mis botas de cuero graso, adivina la curiosidad en mi rostro y dice, sin necesidad de preguntarle, que su nombre es Berenice, la vendedora de unas rifas "muy exclusivas”.

“¿Berenice vende lotería y chance?”, indago.
“No, señor. Ella rifa plata en efectivo”
“¿O sea que la rifa juega con el número de alguna lotería?", insisto.
“No, señor. Juega con el número de la boleta”, refunfuña.
“¿Y quién responde por el premio si uno gana?”
“Pues, Berenice”, confirma el hombre con algo de molestia por mi duda impertinente.

La mujer se acerca a una de las mesas, saluda a tres ancianos de beso y se acomoda junto a ellos. Le brindan un aguardiente que ella acepta sin remilgos y despacha de un solo trago. Entonces extrae de su cartera un talonario y comienza a llenar las colillas con los nombres de cada uno. Les entrega las boletas y ellos pagan sin preguntar, con la fe del carbonero.

“¿Cuánta plata rifa Berenice?”, le pregunto a Don Fabio.
“Medio millón de pesos”
“¡Una fortuna!”
“Sirve para un desvare”, afirma el embolador con gesto mohíno.
“¿Y cuánto vale la boleta?, indago.
“Cinco mil”

Berenice es nombre de princesa judía. Hubo una, hija de Herodes Agripa, cuyo encanto embelesó al Emperador Tito. Es de suponer, entonces, que era tan guapa como nuestra vendedora de cafetín.  Estando en tales divagaciones me da por buscar en el Google de mi teléfono celular,  y encuentro que Berenice es un nombre de origen macedonio que significa “portadora de la victoria”; concluyo, entonces, que el suyo es un nombre predestinado a una mujer que vende rifas exclusivas en los cafetines de la novena o para una gitana que dice la buena fortuna. Ahora bien, a riesgo de teorizar sin fundamento, asumo que las boletas que vende Berenice no tienen mucha probabilidad de ganancia para los compradores que cifran sus esperanzas, ya no digamos en la buena fe de la muchacha o en la felicidad efímera que dan los premios en metálico, sino en la ilusión de volverla a ver.

Entre tanto, en los parlantes del local suena un tango que se duele porque “la pastora se ha caído al pedregal de donde ya no volverá porque una estrella la llevó donde se va sin regresar”.
Berenice, menos bucólica que la pastora de la canción, sabe que el tiempo es oro. No bien ha vendido su rifa a los ancianos, se levanta de la silla, se despide con un beso soplado al aire, y camina rumbo a la calle entre las mesas, contoneando sus caderas, a sabiendas de que los clientes habituales del café, incluido un tío que sale frecuentemente al zaguán para fumar, sueltan un suspiro cada vez que Berenice entra con el jardín puesto a “Mi Viejo Alemán”.

III-  El embolador.

Don Fabio es el embolador en jefe de “Mi Viejo Alemán”, un cafetín sin muchas ínfulas de la carrera novena con calle 16. Con todo, el sitio conserva su condición de ágora para los pocos tertuliantes de gabardina y sombrero Borsalino que circulan todavía en el centro de Bogotá.

“Mi Viejo Alemán” es un curioso anacronismo que, haciendo honor a su dudosa auto denominación de club social, congrega a los pensionados renuentes a permanecer ociosos en sus hogares. Ganando el zaguán oscuro que separa la estancia de la carrera novena, uno se topa de inmediato con las mesas metálicas, tan imbricadas, que apenas si hay espacio para circular. Al fondo, a mano izquierda, está el mostrador con una cafetera italiana cuyo aroma inunda el lugar. Todo se podrá decir de “Mi Viejo Alemán”, pero su café es un regalo para los sentidos. El ambiente es cálido y propicio para huir del frío de la calle.

Allí, en ese nicho de nostalgia perdido en el siglo XXI, atiende Don Fabio a su clientela. Da gusto verlo trabajar. Se trata de un hombre menudo, entrado en años, muy serio, cuya barba cana infunde respeto. Al hacerle la señal, don Fabio acude hasta la mesa y sin mediar palabra, con un gesto marcial, instala su cajón a mis pies. Un toquecito en el zapato me indica que debo encaramar el pie sobre el cajón. Obedezco. Entonces inicia la danza del cepillo removiendo las células muertas del cuero curtido. Nomás con la primera cepillada se diría que ya le sacó todo el brillo al calzado, pero no. Apenas comienza el ritual del trapo, restregando el betún con movimientos circulares tan vigorosos, que se siente en los dedos el masaje terapéutico que traspasa el material inerte del zapato. Luego viene la segunda cepillada para sacarle nuevo brillo al calzado; mas, es un brillo diferente, superior al inicial. Pero ahí no para la cosa. Cuando uno cree que es imposible sacar más lustre, el buen hombre vuelve a embadurnar el zapato con betún, lo riega con unas gotas de agua y repite la operación. Finalmente, con un nuevo trapo y a dos manos, frota de manera enérgica la superficie, como intentando resucitar las células muertas del material. Y sin duda lo logra. Viene otro toquecito en el zapato que se interpreta como una orden perentoria para bajar el pie del cajón y poner el otro sin demora con el fin de repetir la operación.

Cuesta dos mil pesos este renacimiento del calzado. Darle a los pies la oportunidad de reestrenar zapatos vale lo mismo que un tinto. Sin embargo, esta es una dicha efímera, dura lo que alcanza uno a caminar hasta la primera losa suelta del andén, esa, que al pisarla escupe un chisguete de argamasa que pringa hasta las fibras más íntimas del pantalón. Pero esos pequeños accidentes que ocurren en la vida no están incluidos en la garantía de servicio de Don Fabio, el embolador en jefe de “Mi Viejo Alemán”.

miércoles, 3 de julio de 2019

Imprecación a una estatua


 (Busto en el Parque del Brasil, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.) 
Por: H. Darío Gómez A.

Durante el verano el sol recalentará tus broncíneas entrañas, sin la esperanza  de un amigo copudo y sombrío que mitigue tu incendio interior. Querrás gritar  por un sorbo de agua, pero tu boca metálica no podrá musitar la súplica.

Colúmbidos impenitentes dejarán sus ofrendas húmedas sobre las cuencas vacías de tus ojos, chorreará su materia esotérica sobre el rictus grave y trascendente de tu dignidad  de prócer.

Al llegar el invierno la lluvia  no aplacará tu sed, pues el agua resbalará por tu rostro sin quedarse, sin que puedas sacar la lengua para atrapar unas gotas de vida.

Y tendrás que soportar durante las gélidas noches las evacuaciones corporales de los vagos. Tullido por el frío  no podrás hacerles el quite. Los grafitis envilecerán la piedra que sostiene tu rancio abolengo, y treparán abyectos roedores hasta tus barbas profusas, que serán escenario de sus acrobacias inverosímiles.

¡Cruel tormento para quien  quiso inmortalizarse con beneméritas obras!

Mas de vez en cuando, muy de vez en cuando, vendrán  a visitarte los descendientes de quienes te condenaron al castigo eterno de la rigidez. Pondrán una corona florida a tus pies, dirán unas palabras manidas y luego se  marcharán  con la certeza estulta de haberte hecho un homenaje.

martes, 2 de julio de 2019

Manual de uso de Facebook para padres intensos.

(Peatón cosmonauta. Foto de Rafael Gómez B)
 
Una explicación no pedida, como se sabe, es la aceptación de una culpa. Sin embargo, no es mi culpa tener una hija, que es la luz de mis ojos, viviendo a cuatro mil kilómetros de distancia. Tampoco lo es que la red social de Facebook se haya convertido en mi mejor aliada para sentirla cerca. Si hay en ello alguna actitud reprochable, habría que achacarla al hecho de ser un padre intenso. Siendo así las cosas, acepto mi culpa en aras del cariño paternal.

Como sea, lo cierto es que a juicio de mi retoño hago uso indiscreto de tal herramienta informática. Parece, además, que teniendo la oportunidad de oro para opinar sobre sus  fotos, ocurrencias y actividades cotidianas, mis comentarios y likes son vistos por ella como una atrevida intromisión de carácter generacional.

El Facebook abre canales de comunicación masiva,  propicia actitudes, genera tendencias (para bien o para mal, como dice el bolero), promueve opiniones y movilizaciones en pro de causas variopintas, convoca reuniones, conspiraciones, en fin, gana seguidores para mayor ventura de sus usuarios; y, claro está, permite para vergüenza de los hijos, la participación de sus padres intensos.

Sólo hasta cuando le reproché a mi hija por no responder a mis comentarios del Facebook, ella me hizo caer en cuenta que de alguna manera estaba invadiendo su espacio vital. Porque (y hasta ahora vine a entenderlo) el Facebook es el ágora de los jóvenes, su punto de encuentro y de fuga. Es decir, lo que fue la esquina de la cuadra, el centro comercial o el parque para nosotros. Espacios donde, efectivamente, nunca tuvimos la intromisión de los mayores. Tiene sentido.

De suerte que mi hija aprovechó la coyuntura para poner las cosas en orden, y con esa claridad cartesiana típica de su formación científica dio en la flor de advertirme: "Pa, vamos a ponernos de acuerdo en el manual de uso del Facebook. De ahora en adelante tendrás un cupo semanal, no acumulable, de un comentario y dos likes. Tus comentarios no serán respondidos en principio, salvo que, a mi parecer, merezcan un guiño o una respuesta escueta. Por lo demás, interpreta mi silencio. Procura no escribir comentarios del tipo "progenitor cariñoso"; si eso llegare a ocurrir, correrás el riesgo de no obtener ninguna respuesta o lo que es mucho peor, recibir emoticones con gestos que podrían herir tu sensibilidad de padre. Lo anterior, sin perjuicio de la inminente posibilidad de ser eliminado irrevocablemente de mi grupo de amigos (unfriend)

Y aquí me tienen frente al Facebook, con el corazón rebosante de likes, pletórico de comentarios melifluos y cursis que tendré que reservar para mi encuentro, ya no virtual, con mi adorada hija.

jueves, 20 de junio de 2019

Ataúd comunitario







Por estos días se presenta en el parqueadero de Unicentro una exposición algo perturbadora para mi sensibilidad de peatón. Bajo el sugestivo nombre, "Bodies" (cadáveres, según la tercera acepción del diccionario Oxford, acaso la más acertada para el contexto), el espectáculo exhibe los cuerpos embalsamados de seres humanos que, a diferencia del museo de cera de madame Tussauds, son de verdad. Como quien dice, seres de carne y hueso, o mejor, seres de músculos, tejidos, nervios y tendones inertes pero inmortalizados con una técnica novedosa que resalta las texturas, ya no digamos para servir a la educación de galenos imberbes y abogados criminalistas, sino para solaz de los diletantes que cuentan con dinerillo para pagar la entrada. 

Entonces me puse a pensar que algo en plata vale el cuerpo después de muerto, más todavía en este país donde la vida no vale nada o casi nada. Recordé asimismo que hace veinticinco años el país se escandalizó con la noticia del administrador de la morgue de una Universidad en Barranquilla que, ante la escasez de cadáveres para las prácticas anatómicas, asesinaba a personas indigentes para vender sus cuerpos a los estudiantes de medicina. De esta suerte, lejos de maravillarme por la belleza del cuerpo humano, la exposición de marras me suscito varias perplejidades. Y entendí el cuestionamiento del maestro Lisandro Duque en una de sus columnas de El Espectador, donde se preguntaba si los ataúdes de los difuntos destinados a la cremación son realmente sometidos al fuego junto con sus contenidos, o si por el contrario son reciclados (ataúd y cuerpo) por los funerarios antes de que se echen a perder en el horno, y asegurar con esta maroma una ganancia adicional. Siendo así las cosas, ¿qué es lo que le entregan a los deudos en la urna? ¿colillas de "Pielroja"?

Ahora bien, en cuanto a la repugnancia que sentimos por el comercio de la muerte, supongo que los mercachifles funerarios nos preguntarán en qué difiere esencialmente su línea de negocios con la de aquellos que se lucran con la vida como los armeros, los banqueros o los farmacéuticos. Al final del día todo se reduce al vil metal. Hasta las cenizas.  

Mas es lo cierto que estos cuestionamientos tanatológicos me trajeron a la memoria la propuesta políticamente incorrecta del tío de mi adorada mujer, quien pocos días antes de su muerte prematura, a la tierna edad de noventa y cuatro años, propuso comprar un solo ataúd reutilizable por toda la familia en trance de viajar al otro toldo, habida cuenta de la maduración del riesgo de muerte (aunque no lo mencionó en términos estadístico-actuariales, claro está) de los parientes nacidos con anterioridad a 1940, muy próximos a seguirlo, y en consideración a un gasto suntuario destinado inútilmente a las llamas, cuya efímera “vida útil” se prolonga, a lo sumo, por setenta y dos horas comprendidas entre la velación del pasajero temporal, sus honras fúnebres y el horno. Y es que el tío Pablo, como buen patriarca antioqueño, siempre fue muy práctico, previsor y ahorrativo. Se entiende, entonces, la naturaleza utilitaria y prosaica, si se quiere, de su idea, más todavía cuando ha subido desmesuradamente el costo de la vida (que valoramos tan poco, sin embargo) y de la muerte, cómo no.

Lo que parece seguro es que la propuesta indecorosa del tío Pablo, hecha in artículo mortis, no cayó bien entre sus parientes sobrevivientes, no tanto por su falta de sensatez, que la tiene, como por el hecho, acaso macabro, de que nadie hubiera querido hacerse cargo de guardar en su casa el cajón comunitario hasta que fuera requerido por el siguiente “viajero” de la familia en turno a la eternidad.

De allí vino a resultar que, sin saberlo, el tío Pablo fue gestor y protomartir de las Agencias de Viajes "todo incluido" hacia el destino sin retorno, que hoy conocemos como servicios exequiales prepagados.

créditos foto: Don Brutalli, www.flickr.com

jueves, 13 de junio de 2019

El viajero impenitente.

El Agente Viajero



Por: H. Darío Gómez A.


Como se sabe, el viajero es una criatura singular. Es un explorador por naturaleza; un animal ubicuo que no forma parte del paisaje pero lo modifica, aunque, hay que decirlo, no siempre para bien. Lo cierto es que desde antiguo ha habido grandes viajeros: un tal Heródoto de Halicarnaso que exploró las tierras de Egipto donde afirmó haber visto animales sin cabeza y los ojos en el lomo; Fa-Hian, un monje chino que encontró en las nieves perpetuas de Afganistán, al occidente del imperio, dragones viperinos y otros animales fantásticos; o bien el legendario Cosmas Indicopleustes, marino de Alejandría, que demostró en su “Topografía cristiana del universo”, sin error aparente, que la tierra es cuadrada a despecho de nuestros cosmógrafos de hoy, descreídos e impíos como sus satélites fisgones; y Solimán, mercader de Basora, que pescó en el mar de Omán un escualo en cuya panza halló otro más pequeño que a su vez se había tragado otro menor todavía, todos vivos; en fin, Marco Polo, Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Fernández de Oviedo y otros más que contaminaron con sus relatos calenturientos los bestiarios del nuevo mundo y las mentes impresionables de Verne y Stevenson, según dicen. 

Y emulando la tenacidad e imaginación de aquellos, el viajante de comercio no se queda atrás en su empeño por los periplos. Provisto de un maletín con los muestrarios del universo, el Agente Viajero va por el suelo patrio con su chaqueta liviana colgada al hombro, remontando ríos hasta sus nacimientos, coronando montañas y recorriendo el fondo de los valles a través de polvorientos caminos, sólo para abastecer de hilos una tiendita miscelánea acomodada en el borde del territorio.

No es de plomo que están hechas las suelas del Agente Viajero, de manera que jamás sienta sus reales ni por la sonrisa invicta de una muchacha. Tiene este caminante de pies gastados por el uso algo de tahúr penitente y de cronista de cafetín; sabe asimismo que “la soberbia no es grandeza sino hinchazón”, como dijera San Agustín, y por eso nos transmite con humildad y sutileza la experiencia de quién ha visto todo bajo el sol. Mas sin embargo, ¡qué grande es! Sin saberlo, el viajante de comercio es un hombre sabio cuando nos describe el mundo; su mundo atrapado en el polígono irregular de las fronteras, claro está. 

Es un libro abierto de recuerdos, paisajes, situaciones y sentimientos que trascienden la ingenua cotidianidad familiar. De regreso al hogar, nuestro viajero se convierte en el héroe de Itaca que refiere a sus parientes los peligros, fatigas y aulagas que tuvo que pasar para llegar indemne. Nunca es más grande que cuando relata al calor de un café negro esos pequeños accidentes que suelen ocurrirles a los viajeros del trópico: el surgimiento intempestivo de unos dragones en la mitad de la carretera, cuyas lenguas de fuego alcanzaron a un pasajero del bus que no debía llegar a su destino; o una calle aparentemente inocente que se convierte sin previo aviso en un pérfido arroyo que rapta a los transeúntes para llevarlos hasta el río madre que se alimenta de peatones distraídos. 

A su manera, el agente viajero es testigo de excepción de los prodigios singulares que suceden en su pequeña porción del planeta y que nos demuestran que la tierra sigue siendo cuadrada, al menos por estas latitudes, como lo conjeturó hace quince siglos el viajero de Alejandría, por buen nombre, Cosmas Indicopleustes.

miércoles, 5 de junio de 2019

Vigencia del "western" en Colombia



Adoro el Western. Y a despecho de sus detractores, este delicioso género cinematográfico no morirá, al menos mientras viva ese gigante de rostro pétreo y mirada insondable llamado Clint Eastwood. Siempre llevaré conmigo la imagen del pistolero sin nombre (el bueno de la trilogía del dólar de Leone) que comparte su cigarro con un soldado moribundo, víctima de la absurda (como todas) guerra de secesión.

Los sábados por la tarde suelo encerrarme a ver mis películas del oeste, sin esposa ni descendencia que interrumpan mi cinefilia. Congruo privilegio de quien, como yo, pasa del medio siglo de trajín.

El caso es que hacia las seis de la tarde llega doña Inés del alma mía, me encuentra encerrado a oscuras en nuestro cuarto y me pregunta con desconfianza: -¿Qué estás haciendo? - entonces le digo que estoy viendo una película que trata de unos mineros que trabajan en las montañas del oeste explotando oro de aluvión de manera artesanal, es decir, respetando el río. Y que, no lejos de allí, hay un poderoso imperio de explotadores industriales de oro que bombardean la tierra con agua a presión para erosionarla y agotar su manto de forma irresponsable,  contaminando los cuerpos de agua con arsénico. No satisfechos con esto, los poderosos industriales quieren apoderarse de la tierra de los mineros artesanales, y en aras de conseguirlo, contratan a un grupo de temibles matones para intimidarlos y despojarlos. Afortunadamente llega como de milagro un predicador, pistolero penitente (Clint Eastwood, cómo no), para defender a los artesanos de los bandidos. Finalmente este justiciero solitario acaba hasta con el nido de la perra, redimiendo así a los oprimidos, ¡que ironía!, no con salmos, sino con físico plomo.

Pero doña Inés me responde algo molesta: -si no quieres contarme, está bien, pero no me vengas a repetir las noticias de ayer. –Y, en efecto, salvo por el predicador, pistolero penitente, caigo en la cuenta de que en el oeste, pero el oeste antioqueño, los mineros artesanales del bajo Cauca están siendo amenazados, despojados, perseguidos y asesinados por bandas criminales -antes denominadas narco paramilitares-, dedicadas ahora a la explotación indiscriminada del oro, contaminando y dragando el río Nechí y otros tributarios del río Cauca.

Ante la infortunada coincidencia, le insisto a doña Inés Elvira que la película que estaba viendo se llama “El Jinete Pálido”, que es un Western recreado a finales del siglo XIX en el oeste norteamericano, producido, dirigido e interpretado por Clint Eastwood, y que fue estrenado en 1985. Es decir, hace más de treinta años. Y que si no me cree, pues que vea la película conmigo. Mas ella intuye el mal negocio que haría en caso de aceptar mi propuesta, y declina la invitación.

De esta anécdota insustancial sólo me queda claro que el western, género que se creía agotado, conserva plena vigencia en nuestra sufrida patria; al menos desde el punto de vista argumental. Y lo peor es que no se prefigura ningún predicador, pistolero penitente, que, como un jinete del apocalipsis, venga a librarnos de los bandidos.

créditos foto: Museum of cinema, www.flickr.com

martes, 4 de junio de 2019

Realización de saldos







Por H. Darío Gómez A.

"Liquidación total de la existencia"
Aviso en la vitrina de una cacharrería.

Hoy subasto mis posesiones ilusorias en pública almoneda.

Vendo, si es que todavía la conservo, una enciclopedia autista con profusas definiciones sobre todo e inútiles certezas sobre nada.

Negocio, si alguien quiere comprarlo, el terror atrapado en las páginas de la historia patria, y la oscuridad que lleva encima como eterna noche boreal.

Liquido por una bicoca un telescopio con pocas constelaciones vistas, y un par de mujeres atrapadas para siempre en su lente atormentada por la cercanía imposible.

Despacho por lo que quieran dar un colchón relleno de cansancio y espuma, como mis proyectos inconclusos.

Realizo asimismo otras pertenencias intangibles, igual que los sueños:
poemas enredados en las páginas de un devocionario mancillado, 
candorosas imitaciones de Chagall imaginadas con crayones, 
fotos de carné con falsa dedicatoria: “esta copia para tu billetera; el original para tu corazón”

En fin, cedo a cualquier título efectos de poca monta, cosas fuera del comercio, tonterías difíciles de vender, aun con provechosa pérdida.