Tomo prestado el nombre de la famosa revista del
corazón, sin ánimo de banalizar el glamour, con la esperanza de no ser
demandado por el uso indecoroso de sus derechos de autor. Pero, al fin de
cuentas, la vanidad es patrimonio de la humanidad y además está muy de moda en
Usaquén. Allí los lujosos restaurantes de autor se han convertido en enormes
vitrinas adonde acude la gente chic de Bogotá, no tanto para disfrutar de la
buena comida, como para que la vean comer. Sin embargo, tan presuntuosa
afectación tiene sus inconvenientes: no siempre sus espectadores son
trabajadores honrados, que, de paso hacia los restaurantes populares, tragan
saliva al contemplar las viandas que disfrutan los comensales que exhiben sin
pudor su riqueza ante la galería. De
golpe sucede algo inesperado que rompe el encanto sensual de la opulencia: un
desharrapado sin nada que perder se acerca a la enorme vitrina de la cebichería
“La mar”, donde una mujer elegante y hermosa degusta un exquisito carpaccio de
salmón. El sujeto desmueletado pega lentamente su nariz al vidrio del ventanal,
saca la lengua con lascivia y le pica el ojo a la buena señora, al tiempo que
extiende su mano mugrienta para invocar conmiseración o acaso provocar
deliberadamente asco. Este cuadro no dura más de diez segundos, justo el tiempo
que demora en llegar la seguridad del restaurante para llevarse al “habitante
de la calle” (ridículo eufemismo para designar a los marginados). Pero ya es
tarde; el daño está hecho. La fealdad de la miseria cae como un moscardón en la
sopa de la opulencia. ¡PLAF! La señora, congestionada, no digamos ya, aterrada,
toma un sorbo de agua y se retira por un momento al baño. Con notoria
incomodidad su acompañante deja la servilleta sobre la mesa, arregla su corbata
Hermés colección de otoño, y le exige al mesero que los acomode en otra mesa,
lejos del ventanal de la infamia. Y es que la ostentación es ofensiva. A mi modo
de ver, la pequeña venganza del desharrapado de la anécdota no es más que su
respuesta a la humillación infligida involuntariamente, si se quiere, por la
mujer de marras. Ser rico no es un pecado. No hay que caer en las trampas del
maniqueísmo. Allá cada cual con su conciencia acerca de la forma en que amasó
su fortuna “sin convertir en harina a los demás”(como decía Mafalda). Sabemos
que la solidaridad no cunde en ciertos círculos, y que la manida
responsabilidad social empresarial no es más que una entelequia para evadir
impuestos y despercudir el rostro de la avaricia. Pero ostentar esa riqueza
impúdicamente en un país donde semanalmente mueren de hambre 300 niños, como lo
denunció un estudio de la Universidad Nacional, si es una canallada. Quizá por
eso me resultó tan refrescante el inútil desquite del andrajoso, así los
áulicos de los nuevos y viejos ricos me vengan ahora con que lo mío es pura
mala leche mezclada con envidia de la mala. La justicia poética no es tanto un
desquite como una técnica literaria, en la que a veces los más débiles se salen
con la suya. Y a veces, muy pocas,
también pasa en la realidad.
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