Portafolio

En este blog encontratás los portafolios de las organizaciones conformadas por ciudadanos activos y participativos que realizan su labor de gestores y actores culturales en la ciudad de Bogotá, Colombia.

martes, 29 de diciembre de 2020

El negro le canta al río

Por: H. Darío Gómez A. 

Ya sea en el Níger que atraviesa Guinea, o en el Congo que encuentra el océano Atlántico al occidente del África de donde partió para enriquecer nuestra América con su simiente, el negro siempre le ha cantado río. Parece que intuyera con Hesíodo, que para atravesar sus aguas hay que dirigirle una plegaria “con los ojos fijos en sus espléndidas corrientes” para obtener su generosidad y benevolencia, pero también para aplacar su ira. Y así le canta el negro a los ríos de América desde el Mississippi, pasando por el Caribe, hasta el Paraná, en el sur del continente. 

Al leer poesía negra (¡ay! las clasificaciones), siempre he admirado la íntima relación del poeta con el río. Para confirmar lo dicho, me remito a una prueba lírica en la voz del norteamericano Langston Hughes: 

El negro habla de los ríos. 

“Yo he conocido ríos: he conocido ríos tan antiguos como el mundo

 y más viejos que el flujo de la sangre humana en las venas humanas. 

Mi alma ha crecido profunda como los ríos. 

Me bañé en el Eufrates cuando eran jóvenes los amaneceres. 

Construí mi cabaña cerca del Congo, y el río arrulló mi sueño. 

Miré el Nilo y levanté mis pirámides sobre él. 

Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a Nueva Orleans, 

y he visto su seno enlodado, volverse todo oro en el crepúsculo. 

He conocido ríos: ríos antiguos, oscuros. 

Mi alma ha crecido profunda como los ríos”. 

 

El poeta tiene una memoria atávica que evoca los ríos africanos así esté en Luisiana, Georgia o Alabama. Pero el río arrastra en su corriente todo el bien y todo el mal: la vida y la muerte. Así lo recuerda el poeta cubano Nicolás Guillén en su elegía a Emmett Till, un niño negro de 14 años raptado por un grupo de blancos armados, cuyo cuerpo mutilado fue botado al río Mississippi: 

 

“En Norteamérica, la Rosa de los Vientos tiene el pétalo sur rojo de sangre. 

El Mississippi pasa ¡oh viejo río hermano de los negros! 

con las venas abiertas en el agua, el Mississippi cuando pasa. 

Suspira su ancho pecho y en su guitarra bárbara, 

el Mississippi cuando pasa llora con duras lágrimas”. 

 

No puede uno menos de evocar con tristeza la sangre inocente que ha corrido por nuestro río Cauca, en Colombia. El río es, pues, confidente, recoge las lágrimas pero también la rabia del poeta que denuncia la esclavitud, el despojo, en fin, la injusticia. Y continúa Nicolás Guillén: 

 

“Pero yo sé que el Plata, 

pero yo sé que el Amazonas baña;

pero yo sé que el Mississippi,

pero yo sé que el Magdalena baña;

yo sé que el Almendares,

pero yo sé que el San Lorenzo baña;

yo sé que el Orinoco, 

pero yo sé que bañan

tierras de amargo limo donde mi voz florece (…) 

y lentos bosques  presos en sangrientas raíces.

¡Bebo en tu copa, América, 

en tu boca de estaño, 

anchos ríos de lágrimas!” 

 

El poeta nacional de las negritudes, Candelario Obeso, ya en el siglo antepasado cantaba con la voz del “Boga ausente” ese desasosiego del pescador que rema sin esperanza. 

 

“¡Qué trijte que ejtá la noche! 

¡La noche qué trijte ejtá! 

No hay en er cielo un ejteya... ¡Remá, remá!

¡Qué ejcura que ejtá la noche!

¡La noche que ejcura ejtá! 

Asina ejcura ej la ausencia... ¡Bogá, bogá!” 

 

Y asimismo, el poeta Agostinho Neto, nacido en Angola hace un siglo, denuncia la esclavitud inveterada en “El llanto de África: 

 

“El llanto de siglos creado en la esclavitud (…)

El llanto de África es un síntoma 

En las corrientes de los ríos

o en el sosiego de los lagos (…)” 

 

Como sea, el río es, a manera de cordón umbilical, el lazo que une al poeta con su origen. Si se sabe escuchar, se puede identificar en la corriente el llamado atávico de la selva en su belleza exuberante o acaso en su terrible crueldad.

sábado, 26 de septiembre de 2020

El desamor en tiempo de bolero

 (Cafetín Mercantil, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.)


Por: Héctor Darío Gómez Ahumada 

 

¿Qué es el desamor?, pregunta el despechado. Y el corazón responde: separación, desengaño, añoranza. Sea como fuere, lo cierto es que el amor ido es, acaso, la forma más triste del desamor, pues implica necesariamente una pérdida. Los amantes de la música romántica saben de sobra que esa cosa hermosa, inmisericorde, resistente al análisis y a la clasificación, en ocasiones tempestuosa, esquiva a veces, en fin, el amor, es el leitmotiv del bolero. Pero también lo es su ausencia. Quizá por eso la frase del psicoanalista J. Lacan, según la cual “amar es dar lo que no se tiene…”, más que una explicación de la neurosis causada por la arcadia perdida suena a letra de bolero, si se me permite la banalización. Y es precisamente desde esa perspectiva, exenta de erudición, que el cronista abordará el desamor, aprovechando que el bolero es universal. 

 

La pérdida en el juego del amor. 

 

En el amor, como en el juego, hay un componente de azar. De manera que debemos jugar lealmente, con la camisa del corazón remangada, sin cartas escondidas, y estar dispuestos a pagar la apuesta en el momento de perder. De esta laya es el jugador que nos presenta el compositor puertorriqueño, Pedro Flores, en sus “Fichas negras”, pese a que su contrincante en el amor no juega con la misma lealtad: 

“Yo te perdí Como pierde aquel buen jugador 

Que la suerte reversa marcó Su destino fatal. 

Ya yo jugué Con mis cartas abiertas al amor (…) 

Pero en cambio tu Me jugaste fichas sin valor(…)” 

 

Y si el amor es un juego, el buen jugador será asimismo buen pagador, como lo ratifica Pedro Flores en “Amor perdido”: 

“Todo fue un juego, Nomás que en la apuesta, yo puse y perdí (…), 

Esa es mi suerte y pago, porque soy, buen jugador(…)” 

 

La pérdida del amor pagado. 

 

No se puede perder lo que nunca se tuvo o lo fue a título precario, a cambio de un beneficio económico. Estos “amores” pagados florecen en los cafetines frecuentados por marginados, por almas solitarias en pos de un amor a destajo, como el de aquella mujer de cabaret cantada por Chelo Silva: 

 “Yo soy de cabaret esa es mi vida 

En mí que puede haber si no hay amor(…) 

Por ser del fango (…)” 

 

Al escuchar estos boleros de amor pagado, en cuyas letras se trata a la mujer como mercancía, no puede uno menos de contrariarse por su índole patriarcal. El amor se convierte en un objeto de cambio como lo pone de presente Blanca Rosa Gil al cantar: “dime tu precio, cuánto vale mirar tus ojos y darte un beso, que estoy dispuesto a pagarlo con mi vida si es preciso”. O cuando Ricardo Fuentes, el romántico de Tocaima, pregunta: “cuánto te debo por ese amor aventurero que me has dado, por tu comedia de cariño calculado…, cuánto te debo por las miradas de ternura que me diste…”. Parece que creyera con el cantor aguadeño, Pedro Nel Isaza, que “ese amor de cabaret se paga con dinero”. O pongamos por caso el cariño de cabaretera descrito por Tito Mendoza en “Luces de Nueva York”, “donde te encontré bailando, vendiendo tu amor al mejor postor”. No obstante, es Agustín Lara quien logra transmitirnos la crudeza de ese amor transaccional en su bolero “Aventurera”: 

 “Vende caro tu amor, aventurera 

Da el precio del dolor, a tu pasado 

Y aquel, que de tu boca, la miel quiera 

Que pague con brillantes tu pecado (..)” 

 

Y a decir verdad, el compositor cubano Manuel Corona no se queda atrás en sus habilidad negociadora en la bolsa de valores del corazón, como lo demuestra en su bolero “Falsaria”: 

 “Conque te vendes, ¡eh! Noticia grata, 

No por eso te odio ni te desprecio; 

Aunque tengo poco oro y poca plata, 

En materia de compras soy un necio; 

Espero a que te pongas más barata, 

Sé que algún día bajarás de precio”. 

 

La pérdida cuando se acaba el amor. 

 

Pero nada hay definitivo, y hasta el amor se acaba, según cantó José José. De modo que cuando empieza a languidecer, puede decirse que comienza el desamor. Esa erosión del sentimiento es el epítome del desamor, pues implica que alguna vez hubo amor de verdad, sin artificios, sin apuestas, sin pagos al portador. Quizá por ello es más triste su fin. Sin pretender afirmar con Sócrates, que “el amor más acalorado, tiene el fin más frío”, me inclino a pensar que los amores sanguíneos son más proclives al desamor, toda vez que requieren mantener el motor encendido en altas revoluciones para darle estabilidad al vuelo y no entrar en barrena. 

 

En cualquier caso, parece seguro que la mujer es más leal frente al desamor. Más valiente y directa al encararlo. En tal sentido, la compositora mexicana Consuelo Velázquez nos da una muestra de su franqueza: 

“Perdona mi franqueza que tal vez juzgues descaro, 

Yo sé que voy a herirte por decirte lo que siento. 

Espero que comprendas que es mejor que hablemos claro, 

Debemos separarnos porque amor ya no te tengo”. 

 

Tengo la impresión de que el hombre asume una posición más nihilista frente al desamor, lo acepta como un destino inexorable. Suele afirmarse que somos más fuertes que las mujeres para aceptar el fracaso amoroso. Ciertamente no. Y así lo suelta al desgaire el compositor cubano Orlando de la Rosa. Sin embargo, en la voz del cartagenero Bob Toledo, cuya vida fue tormentosa y con trágico final, el bolero adquiere tintes dramáticos: 

“No vale la pena, 

Sufrir en la vida si todo se acaba, 

Si todo se va; tanto sufrimiento, 

Tantas decepciones, 

No vale la pena tanto padecer. (…) 

Después que toda mi esperanza la cifré en tu amor”. 

 

Total, “si me hubieras querido, ya me hubiera olvidado, de tu querer”. No lo digo yo, lo dijo Ricardo García Perdomo, otro gran compositor cubano, como corresponde. Y eso es todo lo que tenía que decir acerca del desamor. 


 

lunes, 31 de agosto de 2020

La ferrovía del Liri

Por: H. Darío Gómez A. 

 

“El tren ha representado siempre para el territorio que atraviesa un momento de profunda transformación y muchas veces de verdadera emancipación y desarrollo social.” Con estas palabras, Paolo Silvi, Presidente de la asociación Apassiferati, de Italia, comienza su presentación del hermoso libro sobre la historia de la ferrovía del Valle del Liri, al sur de Roma. Su asociación tiene como objetivo dar a conocer este bello territorio a través del ferrocarril. 

 

El libro, escrito por Costantino Jadecola, nos ilustra acerca de las vicisitudes que sufrió el ferrocarril por cuenta de un devastador terremoto en 1915 y luego a causa de la catástrofe de la segunda guerra mundial, cuando nazis y aliados, todos a una, lo destruyeron por ser un objetivo militar estratégico. No obstante, narra asimismo su recuperación fruto del amor de sus gentes por el tren, símbolo del desarrollo económico y civil de las tierras que atraviesa, como nos lo pone de presente Paolo en su texto introductorio. 

 

Otra historia interesante es cómo llegó a mis manos esta entrañable publicación de la asociación Apassiferati. En el mes de marzo de 2020, mis amigos de la Fundación de Pensionados de los Ferrocarriles Nacionales me invitaron a escribir, en su periódico “El riel”, una reseña sobre la pérdida de la sede del Fondo del Pasivo Social de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, en el edificio histórico y patrimonial de la Estación de la Sabana (en Bogotá), que ellos resintieron como el último despojo de un gobierno indolente con los ferroviarios, es decir, una muestra más de su desprecio, no sólo por un medio de transporte eficaz, seguro y más barato (acaso para favorecer los intereses de los transportadores por carretera), sino también por su historia. Lo que debía convertirse en un museo del ferrocarril terminó en sede de la policía de carreteras. Como sea, lo cierto es que mi artículo llegó, merced a mi querido amigo Vincenzo Fiorentino, a los ojos de Paolo Silvi, quien me contactó para darme a conocer su emprendimiento cultural y ferroviario en Italia, ofreciéndome además, de manera generosa, enviarme a vuelta de correo un par de publicaciones, entre ellas esta que tengo en mis manos y que me complace compartirles. 

 

La historia del ferrocarril, digo mal; la historia de la ausencia del ferrocarril en Colombia, está por escribirse. Pero a diferencia del tren del Valle del Liri, el nuestro no ha sido víctima del terremoto ni de la guerra, sino de la mezquindad de los gobiernos de turno que le dieron entierro de tercera hace 30 años, como cumpliendo esa premonición de Giovanni Papini cuando escribió: “Y he aquí que de pronto se ha parado, y los habitantes de la pequeña ciudad en fuga (el tren) han desaparecido, y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las ruedas se han parado tristemente sobre los rieles”.

lunes, 6 de julio de 2020

COPETÓN COPETE



Por: H. Darío Gómez A. Era un gorrión. Pero en el altiplano llamamos “copetón” a los de su laya. Era un gamín, un callejero, arisco, libérrimo, como corresponde a un suspiro emplumado. Y se salvó por un pelo, ¡qué digo un pelo! por una pluma, de las fauces de una sombra felina que se apareció en el antejardín. Dicen que la vecina del primero lo rescató de una muerte segura. Cojito de un ala, como suele decirse, la dama lo acogió en su seno con ternura. Mas, de nada valió el cariño y el cuidado de unos días, porque los suspiros son inasibles, como el viento. De modo que el copetón voló con sus plumas fracturadas a la libertad de la nada. Pero queda su recuerdo emplumado, como un suspiro que aveces se escucha en el antejardín.

miércoles, 27 de mayo de 2020

“Vanity Fair” en Usaquén




Tomo prestado el nombre de la famosa revista del corazón, sin ánimo de banalizar el glamour, con la esperanza de no ser demandado por el uso indecoroso de sus derechos de autor. Pero, al fin de cuentas, la vanidad es patrimonio de la humanidad y además está muy de moda en Usaquén. Allí los lujosos restaurantes de autor se han convertido en enormes vitrinas adonde acude la gente chic de Bogotá, no tanto para disfrutar de la buena comida, como para que la vean comer. Sin embargo, tan presuntuosa afectación tiene sus inconvenientes: no siempre sus espectadores son trabajadores honrados, que, de paso hacia los restaurantes populares, tragan saliva al contemplar las viandas que disfrutan los comensales que exhiben sin pudor su riqueza ante la galería.  De golpe sucede algo inesperado que rompe el encanto sensual de la opulencia: un desharrapado sin nada que perder se acerca a la enorme vitrina de la cebichería “La mar”, donde una mujer elegante y hermosa degusta un exquisito carpaccio de salmón. El sujeto desmueletado pega lentamente su nariz al vidrio del ventanal, saca la lengua con lascivia y le pica el ojo a la buena señora, al tiempo que extiende su mano mugrienta para invocar conmiseración o acaso provocar deliberadamente asco. Este cuadro no dura más de diez segundos, justo el tiempo que demora en llegar la seguridad del restaurante para llevarse al “habitante de la calle” (ridículo eufemismo para designar a los marginados). Pero ya es tarde; el daño está hecho. La fealdad de la miseria cae como un moscardón en la sopa de la opulencia. ¡PLAF! La señora, congestionada, no digamos ya, aterrada, toma un sorbo de agua y se retira por un momento al baño. Con notoria incomodidad su acompañante deja la servilleta sobre la mesa, arregla su corbata Hermés colección de otoño, y le exige al mesero que los acomode en otra mesa, lejos del ventanal de la infamia. Y es que la ostentación es ofensiva. A mi modo de ver, la pequeña venganza del desharrapado de la anécdota no es más que su respuesta a la humillación infligida involuntariamente, si se quiere, por la mujer de marras. Ser rico no es un pecado. No hay que caer en las trampas del maniqueísmo. Allá cada cual con su conciencia acerca de la forma en que amasó su fortuna “sin convertir en harina a los demás”(como decía Mafalda). Sabemos que la solidaridad no cunde en ciertos círculos, y que la manida responsabilidad social empresarial no es más que una entelequia para evadir impuestos y despercudir el rostro de la avaricia. Pero ostentar esa riqueza impúdicamente en un país donde semanalmente mueren de hambre 300 niños, como lo denunció un estudio de la Universidad Nacional, si es una canallada. Quizá por eso me resultó tan refrescante el inútil desquite del andrajoso, así los áulicos de los nuevos y viejos ricos me vengan ahora con que lo mío es pura mala leche mezclada con envidia de la mala. La justicia poética no es tanto un desquite como una técnica literaria, en la que a veces los más débiles se salen con la suya.  Y a veces, muy pocas, también pasa en la realidad.

lunes, 25 de mayo de 2020

Romance medieval escuchado en Boyacá.



Margarita Parra era una contadora de cuentos de Chiquinquirá, en Boyacá, tierra donde todavía se conservan hermosos arcaísmos en el habla popular. Margarita, mujer analfabeta y maravillosa, era dueña de una enorme cultura. De ella no se sabe mucho, salvo por sus cuentos, que fueron rescatados con amoroso cuidado por doña Elisa Mújica, académica de la lengua ya fallecida también, y a mi juicio la mejor escritora colombiana. Nos quedó debiendo doña Elisa un perfil de Margarita Parra, cuya vida campesina fue acaso tan extraordinaria como las narraciones populares que contaba, muchas de ellas provenientes del cuento medieval español de Don Juan Manuel, traído a valor presente prácticamente sin ninguna variación.


Transcribo a continuación este bello romance de la princesa:


“Un caballero requirió amores
A la princesa Estefanía;
La niña desque lo oyera
Díjole con osadía:
Tate, tate caballero,
No hagáis tal villanía;
Hija soy de un malato(*)
Y de una malatía;
El hombre que a mí llegase,
Malato se tornaría”.


(*)malato: apestado, embrujado. Quizá un ardid de la niña para evitar el avance del caballero.

viernes, 15 de mayo de 2020

Reivindicación de la cursilería y la ternura.




La ternura y aun la cursilería nos rescatan muchas veces de la desesperación que produce la realidad, siempre grave y trascendente. Por eso reivindico ambas. Es más, como decía sabiamente Rodrigo Peláez, mi entrañable pariente y amigo: "El que no ha sido cursi en la vida, es porque nunca ha amado"

Y para la muestra tres botones que cosí ahora años:

 LA ARITMÉTICA ES SIMPLE (1.983)

En tu cuaderno de matemáticas
uno mas uno éramos los dos,
y la división de tus onces
no tenía residuo.
La aritmética es simple,
me dijiste un día.
Hoy sólo nos resta
el recuerdo.

S.O.S (1984)

Como era un náufrago alejado de tus trenzas,
durante el recreo puse mi S.O.S. de amor
dentro de una botella de Coca-cola
y la tiré al fondo de tu pupitre.
Cuando la encontraste,
vi tu cara de sorpresa
y la felicidad con que corriste a la tienda del colegio
para cobrar el depósito.
Nunca leíste el mensaje,
sin embargo yo me quedé esperando tu rescate.

ASTRONAUTAS (1.985)

Tu y yo fuimos astronautas
girando alrededor de la vida
en nuestra nave de propulsión sanguínea
como si tal cosa.
Se agotaba el combustible
y optaste por el aterrizaje.
Pero yo seguí girando, girando, girando…

BUS URBANO (1986)

Por las ventanas del bus destartalado
se asoman las caras luminosas de los niños,
cautivos en la panza del endriago de lata.
El monstruo bufa y exhala su aliento negro,
tal si fuera el último estertor.
Entonces los niños, aturdidos, se estremecen,
como intentando escapar
por las heridas de un dragón agonizante.

H.D.G.A.

lunes, 11 de mayo de 2020

En algún momento habrá que pagar.





Ruinas de la casa de los ferroviarios en la Estación de la Esperanza (Cund.) Foto de H. Darío Gómez A.



El confinamiento obligatorio de este tiempo extraño nos ha permitido valorar los oficios cotidianos. Las horas se nos van en ejecutar labores para satisfacer las necesidades físicas más elementales. Pelar cebollas y picar unos ajos para hacer el arroz, por ejemplo, nos puede llevar media mañana, como quiera que son tareas que requieren tanta habilidad y concentración como la redacción de un memorando estratégico en la oficina. Sin embargo, por la desviación del oficio somos capaces de sacar los costos del picadillo en cuestión, en términos del precio de cada hora invertida en esa labor por un profesional bien cotizado. La productividad ante todo.

Sea como fuere, lo cierto es que los oficios diarios de la casa nos permiten pensar en la vida, hacer balances y programar el pago de las deudas aplazadas, ya no digamos los servicios públicos y la tarjeta de crédito que el banco, siempre mezquino, nos recuerda con sutileza digna de mejor causa, sino las deudas de la existencia, aquellas que hemos venido acumulando y aplazando durante años. Hablo, entre otras, de las deudas de gratitud que nos recuerda la conciencia, esa contabilista rigurosa que tiene registrados todos los saldos a nuestro cargo, como también tiene resaltadas en rojo las notas débito de nuestros excesos, soberbias, vanidades, tiempo negado a nuestros amados y a veces, cómo no, nuestra falta de generosidad o de solidaridad. Porque es un hecho que algún día todos tendremos que pagar por nuestras acciones y omisiones. Con todo, no podemos menos de prepararnos para pagar las deudas de la vida cuando llegue el vencimiento, sin necesidad de requerimiento para ser constituidos en mora.

Sé que es una reflexión por demás rara, pero tengo que afirmar a mi favor que en este tiempo que nos ha tocado todo es extraordinario, y además la lectura del Eclesiastés, de corte claramente existencialista, me recordó que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que muy probablemente, si salimos vivos de este encierro, volveremos a aplazar indefinidamente lo importante para atender lo urgente, es decir, las cuentas de servicios públicos y las obligaciones bancarias que en algún momento habrá que pagar.

H.D.G.A.

viernes, 8 de mayo de 2020

Jueves tedioso

Ruinas de la Estación del Tren de Puente Nacional. Foto de H. Darío Gómez A.


7 de mayo de 2020

A los privilegiados que no tenemos que jugar a la ruleta binaria del hambre o la peste nos queda, en todo caso, el riesgo de morir de tedio. Nos vamos gastando contra la ropa, como prefiguraba el poeta Castro Saavedra, pero también nos vamos gastando por el tedio. Y empezamos a morir de una manera inusual, es decir, velando los relojes de la casa y viendo ponerse mustio el almanaque. Entramos con los ojos abiertos al limbo que imaginó Dante para los inocentes que guardan la ilusión pero se saben sin esperanza. Gastamos inútilmente los días que nos quedan en la billetera en mirar la televisión, chatear, leer libros y periódicos, en combatir el insomnio y dormir a deshoras.

Nos gastamos de esperar, de jugar con el perro o el gato, de enviar memes y chistes flojos, de ver al maestro en el computador, de pensar, de arrepentirnos, de escuchar la alocución presidencial, del teletrabajo, de que nos digan en el noticiero que nos vamos a morir. Nos vamos consumiendo por contar los siete días de la semana con tozudez digna de mejor causa, nos cansamos de correr sobre una banda sin fin que no conduce a ninguna parte, en fin, nos deterioramos por no comer y por comer también, y por hacer el amor con amor y sin él; nos desesperamos como el zahorí que perdió el rastro para encontrar el sentido de la vida.

Hoy amanecí sombrío, mañana será otro día.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Lírica en remojo.




Revisando mis papeles encontré el siguiente texto escrito hace unos 35 años:

“A la hora del almuerzo los oficinistas escriben poemas de amor que dejan olvidados en el bolsillo de la camisa. Y luego, cuando lavan sus chiros en el baño del cuartito de alquiler, ahogan sin querer su tierna lírica entre el platón de la ropa en remojo”.



jueves, 23 de abril de 2020

¡Ay, Polombia!, este platanal.


Dario%2Bbarba.JPG


Hace unos días comenté en un post de Facebook acerca de la corrupción rampante en Colombia, y producto de la ira contenida, quizás frustración, me referí a nuestra sufrida patria como un “platanal”. No se hicieron esperar las amenazas e insultos, entre los cuales el menos ofensivo con la memoria de mi difunta progenitora fue “apátrida”, acaso queriendo decirme antipatriota. Pero a despecho de los cavernarios, yo también habito la patria que me regaló el lenguaje suficiente para controvertir las verdades absolutas de las mayorías (si es que realmente lo son, porque en las últimas elecciones salió a votar mucho difunto, como quedó demostrado con el destape de otra olla podrida en la Registraduría). De modo que el derecho divino de las “mayorías” no va a impedirme expresar mis opiniones, ni amedrentar mi independencia de espíritu.

Y es que con la gula indecente de los bancos, los especuladores y muchos corruptos  para robar descaradamente, aprovechando las circunstancias de necesidad de la gente, producto del aislamiento preventivo obligatorio, no puede uno menos de maldecir y aún putear a los politiqueros, banqueros y contratistas de este país, corruptos donde los haya. ¡Qué le vamos a hacer!, esas cosas solo pasan en un platanal inviable (así se ofendan algunos), donde el sistema ha establecido una cultura de la pobreza, como la llamaba Oscar Lewis, donde campea la insolidaridad, el clasismo, la violencia  y la precarización del trabajo; donde las instituciones han sido capturadas por los bancos, las grandes corporaciones y los grupos empresariales para legislar, administrar y aplicar justicia en su beneficio, o como nos lo pone de presente el profesor Luis Jorge Garay, se ha producido una cooptación del Estado (la inefable puerta giratoria), todavía más grave, porque es sistémica e implica la infiltración de la institucionalidad democrática por los poderosos; o sea, un platanal. ¡Polombia!

viernes, 28 de febrero de 2020

Los desterrados de la Estación de la Sabana




(Estación de la Sabana, Bogotá, D.C., foto de wikipedia)


Por: H. Darío Gómez A.

Como en el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortazar, a partir de 1992, cuando salieron los últimos 24 empleados de la liquidada empresa de Ferrocarriles Nacionales, llegaron funcionarios anodinos de los gobiernos de turno para desmantelar  la que fuera una de las más hermosas estaciones del ferrocarril de Colombia. Me refiero a la Estación de la Sabana, diseñada por el arquitecto Mariano Santamaría y construida bajo la dirección del ingeniero William Lidstore hasta su culminación en 1924. De nada sirvió que mediante el Decreto 2390 del 26 de septiembre de 1984 el Gobierno Nacional declarara el edificio como un Monumento Nacional. Al igual que las hermosas mansiones de Teusaquillo abandonadas por sus distinguidos propietarios, la estación fue ocupada por nuevos residentes que la envilecieron, cambiando su uso hasta desdibujarla. Tal ha sido el triste destino de nuestro patrimonio arquitectónico nacional.

Lo cierto es que somos un país con poca memoria. De tal suerte, este Monumento Nacional que debiera ser un museo del Ferrocarril, con la función de recordarnos que alguna vez tuvimos tren, se convirtió en una especie de inquilinato donde el Fondo de Pasivo Social de los Ferrocarriles Nacionales, entidad creada por el Gobierno para administrar la salud y las pensiones de los antiguos trabajadores ferroviarios, tuvo que compartir su sede natural, en común y pro indiviso, con dependencias del Ministerio del Transporte, la Superintendencia de Puertos y Transporte, y, finalmente, con la Dirección Nacional de Transportes de la Policía Nacional.

Sin embargo, aún con esa tenencia precaria, durante 30 años la Estación de la Sabana fue la casa del Fondo de Pasivo Social de los Ferrocarriles de Colombia, y por ende el único vínculo de los antiguos trabajadores ferroviarios con su hogar. Así, el formidable vestíbulo central de la estación recibió a los pensionados como esa madre amorosa que se alegra de acoger a sus hijos. Bajo sus hermosas columnas de piedra con capiteles corintios, los antiguos ferrocarrileros recordaron muchas anécdotas del tren.

Pero nada hay definitivo. Y para tristeza de los ferroviarios, otra decisión indolente del Gobierno Nacional dispuso el traslado del Fondo de su sede original, la Estación de la Sabana, para el horroroso edificio de Cudecom. Parece que sus directivos creyeran con el oscuro Director del Centro de Memoria Histórica, que los ferrocarrileros al igual que las víctimas, tienen que olvidar definitivamente una parte fundamental de sus vidas. Olvidar el tren. Resulta indignante que hoy los pensionados, sus viudas, sus hijos, sus nietos, en fin, sus familiares, ya no puedan ingresar a la que fue su casa durante tantos años.  Tengo la impresión de que una vez más, intereses mezquinos quieren borrar los vestigios de lo que un día fue el transporte más eficiente y digno del país.

En el ático del cuerpo central de la fachada de la Estación de la Sabana se encuentra tallado el escudo nacional, y sobre él se posa el cóndor de los Andes que llora por la ausencia de sus moradores originales, los ferroviarios.


viernes, 21 de febrero de 2020

Versión libre. (a la manera de los crímenes ejemplares de Max Aub)




Al subir al autobús, el conductor arrancó a toda velocidad sin darme tiempo para asirme de la barandilla, haciéndome golpear la cabeza con un tubo. Luego frenó violentamente y me estrellé contra el vidrio de la cabina. "Salvaje", le grité. "Eso es para que se acomode", me contestó riendo. "Los pasajeros no somos ganado", vociferé iracundo, arremetiendo contra su humanidad. El sujeto pataleó desesperadamente bajo el volante mientras lo ahorcaba con la correa de mi maletín.

Dizque el motivo era fútil, me dijo el juez.

Versión libre.




Al subir al autobús, el conductor arrancó a toda velocidad sin darme tiempo para asirme a la barandilla, haciéndome golpear la cabeza con el pasamanos. Luego frenó violentamente y me estrellé contra el vidrio de la cabina. ¡Salvaje!, le grité. ¡Eso es para que se acomode!, me contestó riendo. El sujeto pataleó desesperadamente bajo el volante, mientras lo ahorcaba con la correa de mi maletín.

Que el motivo era fútil, me dijo el juez.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Fanzine Patescaut #2 "En Colombia hubo tren hasta que se jodió"


 
 
Editorial

Por: H. Darío Gómez A.

Al pie de la garita blanca con techo anaranjado que aloja al guardabarreras del paso a nivel de la calle 183 con la avenida NQS, en Bogotá, subsiste un anuncio oxidado y mesiánico de la extinta  FERROVÍAS, donde se lee: “Vuelve el tren”.  Sin embargo el tren nunca volvió en realidad, y antes bien, la empresa  constituida para reemplazar a los Ferrocarriles Nacionales de Colombia fue liquidada sin pena ni gloria en 2007. Otro monumento a la desidia del Estado, cuya clase politiquera y burocrática abandonó uno de los medios de transporte más seguros, de bajo costo e importante para el desarrollo económico y social del país, pese a que, como afirmó la Asociación de Ingenieros Ferroviarios de Colombia, “la economía de un país se mide por las vías de comunicación que tenga.   El ferrocarril es el modo óptimo para el transporte de grandes volúmenes a grandes distancias.   En países desarrollados los ferrocarriles son de primer orden. En Francia es la Empresa más importante del país. Tiene 90,000 km de vías férreas en un área menos de la mitad de la de Colombia.”


A falta de algo mejor que hacer mientras pasa uno que otro tren fantasma, el guardabarreras en cuestión cultiva en el solar  de  doce metros cuadrados donde se erige la caseta, un pequeño jardín con geranios blancos y rojos embutidos en tarros de galletas, a manera de altar para mantener viva la ilusión por el regreso del tren de verdad, que, como el salvador anticipado por los profetas, nos librará de la inmovilidad inveterada que nos agobia.

En el presente número de Patescaut incluimos un par de crónicas, donde sus autores recogen la frustración de los colombianos por la falta del tren, y realizan una suerte de catarsis desde la historia y la nostalgia, a través del testimonio de sus sobrevivientes.

El tren quizás no volverá realmente, más la esperanza es lo que cuenta.